El día 14 de este mes se cumplió un siglo del nacimiento del cardenal Vicente Enrique y Tarancón, figura clave en la España del post-Concilio y la Transición. Sólo algunos grupos eclesiales, que yo sepa, han celebrado con alguna solemnidad el acontecimiento. Pero la Iglesia española y aun toda la nación debe mucho a este hombre y eclesiástico admirable y, en el mejor de los sentidos, providencial. Presidió y dirigió nuestra Iglesia, peregrina en España, desde su primacía de Toledo, pero muy especialmente desde la presidencia de la Conferencia Episcopal Española, siendo arzobispo de Madrid-Alcalá, después de pasar por Solsona y Oviedo. Activo ya en 1932 dentro de la Casa del Consiliario, en Madrid, testigo de los recios tiempos de la República, de la guerra y de la posguerra, el popularmente llamado cardenal Tarancón, servidor y amigo fiel del gran pontífice Pablo VI, contribuyó como nadie a la conversión, a la transición interior -como la ha llamado uno de sus obispos auxiliares, Alberto Iniesta- de nuestra Iglesia en aquella década prodigiosa desde el final del Concilio al comienzo de la Democracia, y en el decenio siguiente hasta nuestro ingreso en la Comunidad Económica Europea. Sin su audacia aliada a la prudencia, sin su profundo sentido eclesial y pastoral, su libertad y su patriotismo, su capacidad de diálogo y su paciencia, todo pudo ser muy distinto en aquella España, donde la Iglesia católica tenía aún una poderosa influencia. Estaba bien preparado para ello. Tuvo consigo un grupo de obispos, sacerdotes y seglares de primera categoría que le ayudaron a ser lo que fue y a hacer lo que hizo. Nada parecido nos ha venido después. Le hicieron sufrir mucho unos pocos, pero nos alegró a muchos la vida mucho más. Gracias, bendito cardenal de la Transición. Que se alegren contigo y con nosotros, en esta gloriosa celebración, los cielos y la tierra.
Archivo por meses: mayo 2007
No puede ser una mala persona
Cuántas veces, en muy varias circunstancias y por muchos motivos, no hemos dicho, como el escritor alemán Georg Dreyman (Sebastián Koch), el protagonista de La vida de los otros, de F. Henkel-Donnersmarck, al interpretar la sonata Von Guten Menschen, regalo del director de teatro puesto en cuarentena por el régimen comunista imperante y que termina por suicidarse: “Una persona a quien le gusta esta música no puede ser mala persona”. Y eso tratándose de música, de poesía, pintura, filosofía, ciencia, religión o ética. Sabemos bien, con la historia en la mano, que esa es una inducción muy frágil. Conocemos mil casos que muestran lo contrario. Pero necesitamos seguir creyendo (más bien, esperando) ese milagro. Porque necesitamos “defender”, “proteger”, “salvar” la música, la pintura, la filosofía … de su debilidad y hasta de su posible maleficio; mayormente, de su inutilidad.
Salve del siglo XXI a la Virgen de Roncesvalles
(En la Colegiata de Roncesvalles, a donde suelo retirarme de vez en cuando para estudiar y para otros menesteres espirituales y culturales, no he conseguido en estos últimos cuatro días conectarme con mi cuaderno de bitácora. Qué le vamos a hacer. Pasado mañana tengo que ir a Sevilla a un congreso y quién sabe si me sucederá lo mismo. Intentaré lo contrario).
Señora de Roncesvalles,
reina de montes y valles.
Alto alegre en el Camino
de incontables peregrinos.
Patrona del Hospital,
liberadora del mal.
Madre de Dios, madre nuestra,
fiel protectora y maestra.
Madre de abierta sonrisa:
paz y aliento, calma y brisa.
Virgen graciosa y graciada,
en cuerpo y alma entregada.
A tu santuario llegamos
y como madre te hablamos.
Con tus ojos amorosos
nos miras menesterosos,
hijos de Eva, exiliados
pero en Cristo repatriados.
Eres, santa criatura,
nuestra esperanza y dulzura.
La promesa florecida
en el valle de la vida:
valle de gozos y penas,
de ortigas y de azucenas,
de quebrantos y aflicciones,
de encantos y bendiciones.
***
Contigo haremos la vía,
gloriosa Santa María.
Luces y sombras de un político ( y III )
Plutarco, la segunda fuente histórica, aunque no contemporánea, sobre Pericles, recoge muchas de las críticas mencionadas sobre el prohombre ateniense, pero sobresale al final de su estudio consagrado a él un juicio positivo: “Un hombre semejante merece nuestra admiración por la moderación y la afabilidad que siempre conservó, mientras tantos asuntos le solicitaban y a pesar deodios tan violentos, y sobre todo por la altura de su espíritu, puesto que consideraba su mayor título de gloria no haber cedido nunca al odio o a la cólera, a pesar de la importancia del poder del que disponía, y no haber nunca considerado a ninguno de sus enemigos como adversario definitivamente irreconciliable” (XXXIX, 1). Tras la acusación pública que se le hizo ante el tribunal y la multa que se le impuso, sin que sepamos bien por qué; tras retirarle su condición de estratego (general), que venía ejerciendo durante catorce años, siempre por elección, lo cierto es que se le restituyó su cargo y la dirección de todos los asuntos que llevaba entre manos. Después de su muerte ( 429 a. C.), víctima, como dos de sus hijos, de la peste, escribe Plutarco que “ningún ser de este mundo había sido más modesto que Pericles en la grandeza ni más majestuoso en la afabilidad. Se vio que su autoridad, que se había envidiado y hasta considerado anteriormente como monárquica y tiránica, había sido como una baluarte que había defendido la salud de la Constitución”. Y ésta es la imagen que heredará la posteridad.
Luces y sombras de un político ( II )
Luces y sombras de un político ( I )
Comida fraternal de poetas
¿Milagro en el Ulster?
La verdura de Tudela
El socialismo francés
Todavía no se conocen a estas horas los resultados completos de las elecciones presidenciales francesas, las únicas europeas que parecen interesar un poco a la mayoría de los españoles, y no más allá del vencedor y perdedor de las mismas. Bueno fuera que los que preparan en España los discursos del rey y del presidente del Gobierno escucharan dos veces el discurso del vencedor Nicolás Sarkozy sobre la unidad de Francia, el patriotismo francés, el trabajo y el mérito, el respeto a su contrincante Royal, las relaciones con los Estados Unidos de América, el Mediterráneo y África, la vocación universal de Francia en defensa de la libertad, de lucha contra el terror y las dictaduras, etc., etc. Ya sé cuánto hay aquí de retórica fácil, banal y hasta demagógica, pero el hecho de que pueda decirse con naturalidad, vigor y aplauso es ya un signo de elevación. Por lo demás, el socialismo francés y la izquierda en general, tan decimonónica, y a veces casi dieciochesca, se enfrenta a una enésima crisis. Mal futuro le espera si ese socialismo no deviene al menos en socialdemocracia. La izquierda francesa es incapaz todavía de enterarse de que el concepto de cambio ha cambiado. Tras demonizar la mundialización, no ha sabido encontrar los valores positivos de la misma. La candidata socialista no ha sabido desembarazarse del todo de una cartilla de lugares comunes, aprendidos más en la tradición de la vieja izquierda que en la vida de hoy y en la expectativa del mañana, y ha dejado ver, como en la última confrontación con su rival, un talante demasiado conservador de tics doctrinarios y sectarios, que tienen poco que ver con la socialdemocracia escandinava -por cierto, hoy en la oposición-, siempre elogiada pero de muy difícil traducción a un país tan diferente como Francia. El movimiento hacia el centro, hoy inexistente, se impone para que derecha e izquierda, evocaciones del XVIII, abran cada día espacios comunes y vayan desapareciendo todavía más deprisa los extremos a uno y otro lado.