Castros de Murillo el Fruto y Santacara (y II)

 

                     Mucho más difícil nos ha resultado encontrar el otro castro de Murillo el Fruto, del que nos habla Javier Armendáriz, que lo descubrió y estudió hace ya muchos años. Lleva de nombre Legazpia, nombre proveniente tal vez del vasco legar, grava o guija, aunque me temo que sea un nombre reciente. A un kilómetro y pico del río Aragón, que  quizás otrora estaba más cercano, con una altura de 352 metros y una superficie de 16.900 metros cuadrados, el poblado habría llegado desde el Hierro Antiguo hasta la Edad Media, como lo atestiguan cerámicas de todas las épocas y varios molinos de mano. Cultivado durante mucho tiempo, su muralla de tierra y piedra estaría seccionada por dos acequias de riego muy posteriores, y una gravera y ulterior depósito de escombros en el siglo XX lo habrían destruido casi del todo.

Desde la carretera, y leído un mapa tras otro, no acabamos de identificarlo. Subimos y bajamos en uno de los promontorios cercanos. Vamos luego más allá, contrastando los datos documentados. Bajamos por un camino que se abre entre unas huertas, con altos cardos y altas acelgas. Intentamos avanzar hacia unas cotas elevadas de terreno que nos parecen las más identificables, pero una cadena de hierro nos impide la única entrada que parece accesible.

Nos cansamos. Nos vamos. Y llegamos a Santacara, cuando el cierzo ha aligerado un poco su acoso constante, el cielo se ha empedrado de cúmulos grandes y nimbos diminutos, y el sol, en su huida, se deja ver de cuando en cuando.

Hemos visitado varias veces las ruinas romanas de Cara, Bien de Interés Cultural (BIC), obra excelsa de la arqueóloga María Ángeles Mezquíriz y su equipo en los años setenta y ochenta. Siempre nos han causado una penosa impresión. Falta, a la entrada a la villa, una segura indicación de la ciudad romana. Subimos esta vez al cerro testigo amesetado, de planta oval y  347 metros de altitud, donde se construyó el Colegio Público y el frontón, que destrozaron buena parte del sitio original del castro, pero vemos que desde aquí no tenemos salida. Bajamos hasta el yacimiento, que parece una finca más, sin pizca de atractivo en todo su entorno. Unos pinos y cipreses mal colocados, debajo de un hortanco descalabrado, pueden parecer, en el mejor de los casos, que nos acercamos a un lugar romano. Solo el panel grande, aunque muy incompleto, nos parece adecuado. La finca contigua, parte del antiguo espacio urbano, sigue estando, y más esta primavera, repleta de maleza y contiene una exposición descarada de maquinaria agrícola abandonada y de varios carromatos de desecho. Varios indicadores dentro del pequeño espacio excavado están rotos. Solo quedan las venerables piedras del cardo romano y de unas pocas calles ortogonales adyacentes, azulencas mayormente o con motas amarillas por los líquenes que las recubren. Parece que están reclamando un trato mejor.

En la primera línea quedan los grandes bloques de piedra arenisca careada, labrados solo por su cara vista, que formaban la muralla, de 3 y 4 metros de anchura, de origen prerromano, cuando el poblado primitivo, en el Hierro Medio o Final, se expandió hacia el Sur y hacia el Este. No sabemos las dimensiones del poblado (¿8.000 metros cuadrados?) ni del espacio auxiliar, probablemente mucho mayor. Cercano tenían el río Aragón, ahora a 680 metros, pero entonces acaso mucho más próximo. En su entorno se han encontrado, además de las habituales cerámicas, así como campanienses y aretinas de importación itálica, ases ibéricos de las cecas de Bilbiliz, Arsaos, Cese, Kalagoricos y Turiasu. Armendáriz sospecha que algunos de los enterramientos infantiles que Mezquiriz atribuye a época romana pertenezcan en verdad a etapas anteriores.

De la importancia de la ciudad romana de Cara, como cruce de caminos, entre los siglos I a IV d. C., dan cuenta seis miliarios descubiertos que hablan de ella. Tene una extensión calculada entre 16 y 18 hectáreas, equivalente a 24 campos de fútbol de hoy. Lo que quiere decir que lo excavado hasta hoy es una parte mínima. Entre los objetos romanos encontrados sobresalen los  capiteles corintios procedentes de algún templo o edificio singular de la ciudad, hoy en el Museo de Navarra.

Paseamos luego por un camino abierto en lo que un día fue un foso del castro antiguo, encima de la ruinas romanas, en plena ladera oriental del cerro. Encima y debajo del paseo lo ocupa todo un exuberante y silvestre cardedal, acompañado de cebadillas, avenas locas y otras hierbas altas. Al menos en primavera, puede parecer un espacio ornamental.

En algún momento de la Edad Media la población urbana buscó la protección en un lugar más seguro, como muestra una torre supérstite del castillo, levantado en el siglo XIII en otro cerro mucho más elevado que el nuestro, y demolido, como el vecino de Murillo,  tras la conquista del Reino. Es el santo y seña de Santacara.