Castros de Murillo el Fruto y Santacara (I)

 

            Pensábamos visitar esta vez los castros de Funes y Milagro, siguiendo las rutas del Arga y del Ega de las últimas semanas, pero vimos que el castro de El Cabezo de San Mauricio -evocación de una ermita desaparecida- era ya solo un nombre en el regadío funesino, y que de  El Castillazo milagrés quedaba solo un peñasco del espigón fluvial que lo sostenía. Y cambiamos el Oeste por el Este de Navarra

La lluviosa primavera de este año ha hecho que a estas alturas de abril, las mostazas negras, que aquí llamamos ziapes y los cardos, los marianos mayormente, ocupen y rebosen los orillos de las carreteras  y oculten hasta los letreros que los probos munícipes han ido colocando en las afueras de de cada lugar contra las agresiones sexuales y otros maleficios.

Hoy hemos tenido que salir más tarde de Pamplona, y directamente organizamos nuestro déjeuner sur l ´ ´´´´´´herbe  (tomado prestado a Manet)  en el jardín exterior, un tanto anticuado, del monasterio de La Oliva, al lado de unos lozanos herbales de trigo a punto de granar, y bajo el rumor coral de los altos, lanzales, plátanos que, junto a unos pinos y cipreses solemnes y unas desvencijadas acacias, nos rodean.

Pasado el Aragón, que baja robusto y verdiazul  desde las nieves pirenaicas, ahí está, como su nombre lo señala, Murillo (de murellum), con su muro, su muralla, su fortín, su castillo, su castellar. Según Menéndez Pidal, El Fruto (de freto, freito, frito, fruto, en navarro-aragonés y participio del verbo latino frangere) es igual a El Fracto, el roto, el destruido.  Por la calle de San Andrés, donde comenzó a edificarse el caserío actual en el siglo XVI, seguimos al indicador que nos dirige a El Castellar o Altobarrio, como se le ha llamado siempre, porque fue el primer barrio prerromano-romano-hispanogodo-medieval: un mogote rocoso de 423 metros y 80 sobre el caserío actual, cubierto desde los ochenta de pinos carrascos.  Subimos contra el cierzo de cara, que hoy bate recio también, entre cardos, mostazas blancas y negras, viboreras, amapolas, manzanillas gordas… y todas esas flores amarillas de la primavera que voy nombrando durante las últimas excursiones. Al pie del montículo, donde se abre el sendero, dentro de un coche pequeño dos jóvenes sudamericanos oyen música. Una madre joven y guapa, con un niño de la mano, baja de la cima.

-Hola, ¿no es difícil, no?
-No, además todo está bien indicado.

El sendero serpea prudente, sin grandes rampas, entre los pinos, a los que han cortado todas las ramas inferiores,  seguramente para limpiar el monte y evitar cualquier incendio. Cuando llegamos a la cima, de 423 metros, el cierzo implacable nos da un volantazo y tenemos que sostener los gorros para que no nos los lleve lejos. El lugar era pintiparado para la defensa y la vigilancia del poblado en tiempos del Hierro Antiguo hasta el Final, según los fragmentos de cerámicas encontrados por Armendáriz, además de abundante vajilla medieval. Bastaban los fosos que separaban el espacio poblacional y el económico (antecastro), con casi 12.000 metros cuadrados en total. Sobre la muralla del castro se edificó el castillo cristiano en el siglo XII, desmantelado tras la conquista de Navarra, del que quedan unas ruinas. Sus piedras fueron cantera para la nueva iglesia parroquial montada sobre los restos de otra gótica y para  el caserío que comenzó construirse bajo el flanco oriental de monte. Sobre las ruinas de la torre del homenaje se levantó en 1957 el feo monumento al Sagrado Corazón de Jesús, de 2.500 kilos de piedra, llevado a cabo “por aficionados”, como dice la página informática del Ayuntamiento. Cuando nos acercamos al mirador, verdadero balcón de piedra del cerro, donde hay un panel de vistas, cerca del viejo aljibe, el ventarrón está a pique de tirarnos por la pendiente.

Debajo de nosotros, el pueblo, de población decreciente, es mucho más extenso de lo que parece a quien solo pasa por la carretera-Calle Mayor, con la iglesia de Santa María y la Casa consistorial o Casa grande como los edificios céntricos. El viento nos trae y nos lleva los acordes de la banda municipal o de una fanfarria que no cesa de tocar en la parte más alejada de la villa.

Llanura aluvial del río Aragón, a un kilómetro de aquí, con unos pocos regadíos y amplios campos de cereal. A nuestra vista, con las manos sujetando los gorros: las alturas de Gamazos, La Atalaya, San Miguel; Punta Atalaya; El Saxo…; más  cerca, el monasterio de la Oliva;  hoy no se ve Moncayo, cubierto de nubes densas, torvas, tormentosas, y, a nuestra diestra, Santacara, con su otro castro y otro castillo arruinado, y una mano de piedra en forma de torre vaciada, que nos dice que vayamos para allá.