La violencia donatista

En mis incursiones por la historia de la Iglesia católica, buscando los orígenes del antieclesialismo-anticlericalismo, siempre me interesó el problema de la violencia de la Iglesia africana, con san Agustín a la cabeza, contra los donatistas. La controversia venía de lejos, desde los tiempos de san Cipriano y su controversia con el papa Esteban sobre el rebautismo de los herejes. Añadamos el cisma del obispo Melecio de Lycópolis, enfrentado desde el año 306 al futuro mártir Pedro de Alejandría, entonces encarcelado, cuya actitud ante los lapsi (relapsos) consideraba demasiado benigna. Arrestado y deportado a las minas de Phaeno (Palestina), Melecio continuó alli su agitación, multiplicó las ordenaciones y organizó en Egipto una jerarquía cismática, la “Iglesia de los mártires” frente a la jerarquía católica en comunión con Roma.- El movimiento posterior, iniciado por Donato, obispo de Cartago (312-343), y continuado por sus sucesores Parmesiano y Primiano, se llamó también “Iglesia de los mártires” y sus activos miembros, “milites Christi” (soldados de Cristo). Sostenía que todos los culpables de traición (traditores), por haber entregado (tradere) los libros santos a los magistrados del perseguidor Diocleciano, que hacían los registros policíacos en los templos, eran indignos de impartir los sacramentos, que en sus manos eran inválidos, y no podíans ser admitidos en la Iglesia, si no volvían a rebautizarse y, si eran clérigos, reordenarse. Ya el concilio celebrado en Cirta (305) había mostrado una profunda diivisión entre los padres conciliares. La Iglesia romana defendió, una y otra vez,  la no necesidad de rebautismo a los venidos de la herejía, en caso de haber sido bautizados con la fórmula ortodoxa, lo que repetirá el primer concilio ecuménico de Nicea (325) y varios papas posteriores. El emperador Constantino hizo suya la doctrina católica y ordenó a los donatistas entregar sus templos a la Iglesia católica, condenando a los rebeldes al destierro, pero más tarde, por razons de conveniencia política, como harán a menudo sus sucesores, cambió de  táctica y permitió el regreso de los exiliiados. De origen mayoritariamente campesino, de lengua púnica o libia, poco romanizados, representaban, en buena parte, la animadversión de los bereberes al imperio romano, del que sufrían altos impuestos y el rudo trato servil a cuenta de los funcionarios imperiales. A partir del año 340 cobró importancia el movimiento de los “circumcelliones”, grupos de fanáticos y vagabundos, muchos de ellos colonos arruinados u obreros agrícolas sin trabajo, que asaltaban y secuestraban a ricos propietarios, romanos o indígenas, exigiendo la abolición de las deudas, y combatían ferozmente a los enemigos de su fe, fueran paganos o católicos. Provocaban con frecuencia el propio martirio, deseosos de participar de la suerte de las víctimas del odioso emperador Diocleciano y de recibir el culto entre los suyos. Llegaron hasta el suicidio personal o colectivo, precipitándose en barrancos o en la hogueras que ellos mismos prendían o haciéndose matar por viajeros armados, a quienes provocaban,  o detener por jueces a quienes molestaban para caer en manos de los sayones. La represión de  tales grupos por las tropas romanas, sobre todo cuando se añadía alguna rebelión local, como la del caudillo Firmo, el año 372, fue implacable. Los obispos de África, con el joven Aurelio, obispo de Cartago (391-430) y su amigo Agustín, obispo de Hipona (396-430) trabajaron unánimes por la recuperación y reconciliación de los donatistas o parmesianos, con numerosos concilios y sínodos, y frecuentes medios intelectuales: más de veinte tratados y numerosas cartas les dedicó san Agustín, y hasta un largo poema popular para ser aprendido y cantado por el pueblo. Si, en general, los obispos africanos, intentaron la vía pacífica de la persuasión y el diálogo y rechazaron la pena de muerte impuesta por el poder civil, hubo un momento en que, en el concilio de Cartago  (404), pidieron la intervención del emperador Honorio. Todo era en vano. Y no eran tiempos fáciles. El “bárbaro” Alarico estaba, el año 410, a las puertas de Roma.  Un año más tarde, los obispos católicos hicieron un último intento y pidieron al emperador la convocatoria de una conferencia de obispos católicos y donatistas en Cartago, a la que acudieron casi 600, poco más o menos, en la misma proporción. El delegado imperial, Flavio Marcelino, sentenció al final de la conferencia ia a favor de la unidad católica. El destierro y la deportación de obispos y clérigos donatistas rebeldes fue la medida que les impuso el Imperio. Aunque la mayoría volvió a la unidad católica por presión y por miedo, continuó la violencia y se encarnizó con algunos obispos católicos, a lo que la Iglesia y el Imperio respondieron con toda su fuerza.- Pronto los vándalos (429) y, no mucho más tarde, los seguidores de Mahoma iban a acabar con aquella gloriosa Iglesia católica africana, pero cada vez  más debil, dividida y desgarrada.