Juan el Bautista

 (Is. 40, 1-10; Mt 3, 7-10; Luc 3, 1-14; Mc 1, 2-8)
       
                           (Fragmento)

Por el vasto desierto de Judea
midbar Yehudá-,
ribera del Jordán, verdecido de chopos,
año quince del imperio de Roma,
se oyó nuevamente la voz de un profeta,
que llamaba a preparar el camino a Yahvéh,
abriendo en la estepa una recta calzada,
elevando los valles,
rebajando los montes y los cerros.
Porque toda carne es breve como hierba
y su gloria
la de una margarita sobre el campo.

Habitaban el desiertos otros muchos solitarios,
ascetas, penitentes,
que buscaban al Dios de Israel
no en los fastos y cultos obligados del templo,
pero sí en sus hondas conciencias,
en la luz del silencio,
en la rígida vida común,
renovando sus vidas oscuras
en las aguas inocentes
de único río en Palestina.
Les bastaban las plantas silvestres,
las tiernas cortezas de los árboles fluviales,
la miel de las colmenas,
los blandos y alados saltamontes.
Se cubrían con pieles de camello,
cinturones de cuero,
y pisaban descalzos las arenas y los vados del cauce.

La voz resonante de Juan
era bien conocida.
Traía el fragor multiplicado
de Elías y los viejos profetas de su raza.
Tal vez hijo de un santo sacerdote ritual,
dejó su brillante misión envidiada
y se vino al desierto, traído en volandas
por la fuerza implacable del Espíritu,
a gritar la inminencia de Dios sobre el mundo,
el imperioso cambio de la mente,
tashubá-tatubá-,
el perdón de los pecados
y la eterna misericordia del Señor
en el último día.
El hacha está puesta a la raíz de los árboles estériles
-repetía igual que un estribillo-
y cortados serán y arrojados al fuego.

A él solo le llamaban el Bautista,
Inmersor, Zambullidor,
porque a todos inmergía en las aguas poderosas
que limpiaban los cuerpos con  el roce del oxígeno
y las almas con el recio poder
del arcáico símbolo bíblico.
Las gentes se acercaban humildes y confesas
al profeta impetuoso que tremaba  y tronaba
llamándoles camada de víboras huidizas
de la ira inminente de Yavéh
.
No bastaba ser hijos de Abrahán,
porque sólo lo son
los que saben cumplir las buenas obras:
repartir las túnicas sobrantes
y el pan de cada día;
evitar las extorsiones,
los impuestos y gravámenes injustos.
Publicanos y soldados se hacían bautizar
junto a las buenas gentes
de Judea, Perea y Galilea.

El fin estaba cerca. No había
ya tiempo que perder.