( Tercer domingo de Cuaresma, Jn 4, 5-42)
En la antigua Siquén,
actual aldea de Askar,
al pie de monte Ebal, y junto al pozo
bíblico de los encuentros,
lo mismo que el siervo de Abrahán, el patriarca,
pidió a Rebeca, la hija de Betuel,
próxima esposa de Isaac,
un poco de agua de su cántaro
para él y todos sus camellos,
el Maestro Jesús de Nazaret
le pide a una mujer de Samaría
un poco de agua del pozo de Jacob.
A su vez, él le ofrece
el agua viva y vivaz de su palabra,
que quita toda sed
y es fuente de vida inmortal.
No era judía la mujer samaritana.
Cinco dioses-maridos esposó su gente,
con el nombre de Baales,
y en el monte Garizin los adoró,
y no en Jerusalén
al único Dios de los judios.
Pero llega la hora, al decir del Maestro,
del Ungido por Dios,
de adorar en espíritu y verdad
al Padre de los hombres,
Dios de judíos y samaritanos.
¿Qué importan los nombres, los lugares,
las santas tradiciones y los ritos ortodoxos?
Dos días permaneció Jesús de Nazaret
en Siquén de Samaría.
Y allí les dio a beber de su palabra,
la que salva a los hombres y a los pueblos.