Homenaje al ex presidente Suárez

 

       Mientras Adolfo Suárez agoniza, lleva a cabo su último combate, toda España, entre lágrimas, recuerdos y agradecimientos, vela su agonía. Y muchos sufrimos a la vez un cierto remordimiento: por las veces que dejamos solo al ex presidente del Gobierno, guía audaz de nuestra Transición; por las veces que no le entendimos, o fuimos injustos con él. Era demasiado delicada y complicada aquella situación, para que en todo acertara. Pero en aquel cambio de etapa él acertó en lo fundamental, y los demás, si le seguimos, acertamos con él. Y, sin embargo, tuvo que dimitir muy pronto, porque no hubo en su derredor hombres que estuvieran a su altura ni a su cordura. Pero ese fue su remedio. No podía, al decir de uno sus ministros, estar a la vez en el poder y en la historia: en aquel poder, hambreado y acosado por tantos, y de tantos modos posibles. Y su fracaso político y su deterioro posterior de salud le salvaron para siempre. Suárez se convirtió en el símbolo que necesitabamos: no hablaba mal de nadie, no molestaba a nadie, no quería ser lo que no debía ser, se había convertido en la herencia de todos; a todos nos recordaba, simbolizándolo, el mejor momento de la Historia de España, y nos animaba a proseguirlo con nuevos medios, con nuevos aires. Y entendimos entonces que el poder es siempre parcial y divisor, fugaz y quebradizo, impotente e insatisfactorio.  Después, Adolfo Suárez González, vivo o muerto, ha descansado en la Historia. Y la Historia es la gran metáfora humana de Dios.