Dios y Esparta

Algunos ilustrados griegos del siglo V a. C., como Pericles, no es que fueran irreligiosos, ni siquiera escépticos ante los dioses que veneraban y a los que levantaban templos, como el Partenón, sino que estaban convencidos al mismo tiempo de que el hombre se construye su propia historia y de que la pretensión de actuar sobre los dioses va contra la verdadera religión, que deseaban más elevada y depurada que la primitiva de sus antepasados. En el diálogo, a la manera sofística, que compone Tucídides por única vez en su obra, entre los legados atenienses y los de la isla neutral de Melos, dominada por el poderío naval ateniense, tratan aquéllos de convencer a los melios de que su neutralidad sería vista como un signo de la debilidad de Atenas. Y les recomiendan no hacerse inadecuadamente los héroes. La ética caballeresca de otros tiempos ha perdido sus derechos ante la razón de la fuerza de una potencia moderna como Atenas, fundamentado este derecho del más fuerte en las leyes de la naturaleza. Los embajadores atenienses les aconsejan asimismo que no tengan una ciega confianza en Dios, pues Dios se encuentra siempre con la parte vencedora, como lo muestra de continuo la naturaleza. Ni en Dios ni en Esparta. Pues los espartanos, enemigos actuales de Atenas, sólo evitan lo que se llama deshonra cuando está de acuerdo con sus intereses. Muchos siglos después quienes pensaban, en este punto al menos, de manera similiar a los ilustrados atenienses, inventaron aquella letrilla pugnaz: “Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos. / Que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos.