¡Dios mío, qué tristeza…

¡Dios mío, qué tristeza, qué miseria, esos discursos, esas caras, esa falsedad! ¿Somos nosotros esos tipos? Sí, somos nosotros, Dios nos perdone. Ésas son las cosas que decimos (y que no pensamos) cuando estamos juntos. Ésas son nuestras mentiras. Ésas, nuestras vanidades. Ésas, las mujeres que giran alrededor nuestro, o sobre las que nosotros giramos, que tienen todo dudoso, hasta el sexo. No, el retrato de esta sociedad no mejora cuando pasa del palacio del príncipe al salón de la poetisa o al estudio de la pintora. Cambia de estilo. Pero sigue la mezquindad, en lo dialectal, en lo falso. Esto escribía el célebre periodista Indro Montanelli en el Il Corriere della Sera, del que fue director, al otro día de haber visto, en pase privado, la espectacular pelicula de Fellini, La dolce vita, a la que compara poco antes con las pinturas de  Goya. Hace ahora cincuenta años. Yo la vi en Roma a las pocas semanas de su estreno y recuerdo bien la tremenda impresión que me causó. Aquella italia, dicen todos ahora, ha traido ésta, pasando por la Tangentópolis. Y aquel Comendatore Lombardone (Berlusconi) que Fellini ridiculizó pocos años después, y que podría haber estado entre los jóvenes estragados de la película, hace hoy, tras sus variadas dolces vitas, que un puñado  de magistrados y magistradas desfilen por las calles de Italia contra él, con sus togas y sus ejemplares de la Constitución. – ¿Y de España no podemos decir algo parecido? Viendo algunos personajes, algunas pelìculas -no tan magistrales, por desgracia, como la de Fellini-, algunas televisiones, algunos perdiódicos, algunas cifras… de antes y de ahora, ¡qué tristeza, Dios mío, qué miseria…!