Ante cuatro retratos cortesanos

 

         En el Museo Bellas Artes. de Bilbao, me paso un cuarto de la tarde admirando los cuatro retratos cortesanos de la sala. El más antiguo es el célebre Felipe Ii como príncipe, del holandés Anthonis Mor van Dashurst (Utrecht, 1519 – Amberes, c.1576), conocido entre nosotros como Antonio Moro, pintor favorito del rey de España, que lo pintó, príncipe, entre 1549 y 1550. Moro, viajero sin cesar por toda Europa al servicio de la Monarquía española de Carlos I y de su hijo, juntó la tradición flamenca del retrato con la italiana, especialmente la veneciana, que tuvo por cumbre a Tiziano, el pintor del emperador español -a quien el holandés igualó, si no superó, en la hondura y galanura de sus personajes-, y que llega hasta Velázquez. A su lado, del discípulo destacado de Moro, el valenciano Alonso Sánchez Coello (1531-1588), luce el estupendo retrato (1557) de Doña Juana de Austria, hija de Carlos I e Isabel de Portugal, hermana de Felipe II, infanta y regente de España, ella misma princesa de Portugal por su matrimonio con su primo hermano portugués Juan Manuel, y madre del rey del país vecino, Sebastián I. Pronto viuda y retirada en Madrid, fundadora del convento de las Descalzas Reales, donde fue enterrada, fue la única mujer “escolar” de la Compañía de Jesús, dada su mucha religiosidad  y su mucha amistad con Ignacio de Loyola y Francisco de Borja, amén de sus muchos servicios a los jesuitas. Del continuador de Coello, el vallisoletano Juan Pantoja de la Cruz (1553-1608), es el cuadro en la pared opuesta, Retrato del príncipe Felipe Manuel de Saboya (1602), y del pintor flamenco Frans Pourbus el Joven (1569-1622), seguidor de los anteriores, el cuadro adjunto de la reina de Francia, Retrato de Doña María de Médicis. La primera de las obras, óleo sobre tabla, y las otras tres, óleos sobre lienzo, son exponentes supremos del llamado retrato cortesano, al servicio del poder y de la magnificencia de la persona noble o real retratada y de la dinastía de la que forma parte. Figuras en pie, dignas, serias, hieráticas, llamadas a presidir salones de palacios, imponer respeto y ser admiradas y veneradas por sus súbditos, para acabar siendo testimonios posteriores de toda una historia gloriosa. La luz inunda los retratos y hace casi blancos el rostro de Doña Juana, y el rostro y  generoso escote de la reina María de Médicis; brilla en la prodigiosa armadura de Felipe Manuel de Saboya, sobre brocado granate, y exalta la minuciosa contextura de las espléndidas y galantes vestiduras cortesanas. Los retratados lucen prendas y adornos  exquisitos de clara y poderosa significación: toisón de oro en el pecho de Felipe II, espada al cinto y escritorio con paño de terciopelo en el que posa una mano; anillos en las manos de Doña Juana y de la reina María; miriñaque, collares varios y pulseras grises perla de la Médicis; guantes de ámbar puestos en las manos de Doña Juana y, sin poner, en el príncipe Felipe; abanico oriental y velo blanco, con camafeo al pecho, en la princesa de Portugal… ¡Qué solemnes, qué marmóreos, qué inmortales…!