En la noche en que celebramos la muerte -el paso a la vida eterna- del santo Francisco de Javier, patrono de las Misiones y patrono de Navarra, me toca recordar igualmente nuestra reciente visita a Malaca, capital del Estado federado malasio del mismo nombre, con medio millón de habitantes. Nuestro santo estuvo, de 1545 a 1552, cinco veces en ella, y casi un año en total: de paso hacia Macasar (que luego se cambió por Las Molucas), y a su retorno, la estancia más larga; a la ida al Japón y a la vuelta, y al partir para China, la estancia más penosa de todas. Ya no volvió vivo a la ciudad. Su cuerpo incorruptó reposó allí uno meses, primero en el altar mayor de la iglesita Nossa Senhora do Monte, y después en la casa adjunta de la Compañía, construida en 1549, hasta que fue trasladado a Goa. Malaca era entonces en Oriente lo que Venecia en Occidente: el puerto de todas las especias y de todas las mercaderías habidas y por haber. La segunda de las fortalezas portuguesas en Asia y la plataforma para las más lejanas aventuras en Oceanía y en el Pacífico. En todas sus estadías, sobre todo en la primera y segunda, tuvo el misionero jesuita tiempo suficiente para dedicarse con toda su alma a la evangelización de la colonia portuguesa, asentada por Albuquerque en 1511, de sus muchos esclavos y esclavas, y de los indígenas que querían bautizarse. Allí se preparó asimismo para su misión en Oceanía, en Japón y China.- La Malaca de hoy, muy mayoritariamente musulmana, como toda Malasia, guarda algunos, pocos, lugares visibles que recuerdan la presencia del Padre santo, como todos le llamaban entonces: en la cima del cerro, donde se se asentaba la fortaleza portuguesa, quedan las paredes laterales de Nossa Senhora –convertida por los calvinistas holandeses en iglesia de San Pablo-, donde él celebró la misa, predicó, confesó, y enseñó el catecismo a los niños y mayores; resiste la puerta A Famosa, que daba paso a esa fortaleza, pero ya con el escudo de los conquistadores holandeses, que se hicieron con ella en 1641. No se conservan ni la Seo original, cerca del puerto, ni la Casa de la Misericordia, donde también ejerció el misionero navarro su apostolado sacerdotal; ni el hospital real, junto al que vivió, con su compañero Juan de Eiró, en una choza de palmas. En todo el terreno cercano a la costa y ganado después al mar, se extiende hoy la ciudad nueva, que comienza a levantar sus grandes torres de hoteles, bancos y grandes empresas. En lo que fue el barrio portugués, luego holandés y después británico, alrededor del cerro y cercano entonces al mar, se encuentra la ciudad histórica, con el antiguo ayuntamiento holandés (Stadhuis), la plaza ajardinada, o la iglesia anglicana de Cristo, no lejos de la cual unos capuchinos franceses erigieron a mediados del siglo pasado la iglesia dedicada a St. Francis Xavier, con vidrieras interiores y estatua exterior del mismo. Allí participamos, el último domingo de nuestro viaje, en una celebración verdaderamente comunitaria, musical y alegre, y nos presentamos como gente de su tierra natal. A la entrada de la vieja iglesia del cerro, precedida de un viejo faro del tiempo de los ingleses, y no lejos de una estatua de mármol del apóstol, una inscripción, en malayo y en inglés, nos dice que allí estuvo depositado el cuerpo del “célebre misionero católico Francisco Javier, de origen español“. Pero lo cierto es que en torno al hueco de su tumba primitiva, en medio del presbiterio, llena de monedas, cubierta por una de reja levantada de hierro, no hay leyenda alguna, sino una pequeña cruz grabada y el anagrama JHS. Por lo que muchos, es de suponer, no sabrán bien qué quiere decir tal armatoste ni a quién ni para qué arrojan los céntimos. En lo que un día fue templo y en lo que fue sacristía, donde el Maestro Francisco durmió o veló muchas noches, se apilan, con cierto orden, numerosas lápidas con los nombres de holandeses ilustres muertos en la colonia, de los siglos XVII y XVII, y algunas de portugueses, del siglo XVI. Seguramente que este estado de cosas se debe a la Administración oficial musulmana, que se ha cuidado bien de llenar y rodear la colina de todo tipo de museos y centros musulmanes o de historia oficial malaya. Tenemos la suerte de visitar en la antigua casa consistorial el museo etnológico, sencillo y variado, rico sobre todo en recuerdos de la etapa holandesa, y no podemos ver, en cambio, cerrado como está por obras, el museo marítimo, contenido en un galeón portugués, del siglo XVI, a orillas del río Malaca, cerca de su desembocadura. Antes de rendir viaje, camino de Singapur, y para ver de cerca la parte norte de la ciudad, en la que, en tiempos del santo, se agolpaba la población indígena de casi 30.000 habitantes, damos un paseo en barco por el río. Una parte del poblado conserva el estilo de casas malayo, de dos pisos de madera, sobre pilotes de madera o piedra, o a ras del suelo, y balcones en el segundo piso, pero cientos de viviendas, o tal vez miles, son casuchas miserables, como los bidonvilles, cabañas o bohíos de las ciudades más pobres. El río huele que apesta. En él desaguan innumerables cloacas, cubiertas o sin cubrir, y vienen y van por sus aguas inmundas pequeños y medios caimanes, que es cosa de ver. Nadie anda, sino dos o tres parejas jóvenes muy formales, por un paseo recién abierto a la vera del cauce, eso sí, con muchas plantas y flores, que es preciso arrancar y llevarlas bajo la nariz para no desfallecer. Durante la segunda parte de la excursión, la radio del barco que llevamos cerca retransmite en voz estentórea las oraciones y cantos del almuecín más cercano. Cercano también a nuestro alto hotel, no demasiado alejado, ay, del río.