Jesús, discípulo de Juan

          ( Mc 1, 9-12; Luc 3, 15-22; Mt, 11, 7-19)

Oyó Jesús en Nazaret
hablar con elogio de Juan el profeta,
bautista en las riberas del Jordán.
Le dio vueltas y vueltas,
y, a su 28 años florecientes,
dejó la activa carpintería de su padre,
los afectos de su madre,
y los muchos encargos de casas por hacer
en la vecina Séforis
y en la nueva  ciudad de Tiberíades.

Al llegar a Judea,
se unió a los discípulos de Juan.
Vivían y vestían como él en el desierto,
oraban junto a él
y bajaban al Jordán, donde el Maestro
bautizaba y exhortaba a penitencia y conversión
a los muchos que esperaban el día de Yahvé.
El final de este mundo estaba cerca
y había que salvar al pueblo de la Alianza,
ingrato con su Dios,
del inminente fuego de su ira.

No era Juan una caña de ribera movida por el viento,
la caña que Antipas llevaba en sus monedas,
ni un charlatán curioso y visionario
de los varios que ambulaban por entonces,
ni un hombre engatusado o corrompido
por la casta del Templo,
los jefes del palacio de Herodes
o los siempre sagaces espías del prefecto romano.

Un buen día, Jesús también se zambulló,
solidario con su pueblo,
en las aguas benditas del Jordán
bajo el ceño complaciente de Juan y sus secuaces,
secos como espartos,
ligeros cono liebres,
quemados por el celo del Altísimo.
Y el Espíritu de Dios
irrumpió sobre él,
como Juan le había prometido:
espíritu de sabia inteligencia,
consejo y fortaleza
y de santo temor del Santo de los Santos.

Alguien de entre la turba de prosélitos,
que aguardaba la ritual inmersión
confesando sus pecados,
vio abrirse los cielos lo mismo que una puerta
y bajar volando la paloma que voló
sobre las aguas primeras,
formadoras del mundo,
mientras un celeste vozarrón proclamaba:
Éste es mi Hijio queridísimo,
en quien yo me complazco
.

Sereno continuaba el Jordán
su curso imperturbable.