El ciego de nacimiento

(Cuarto domingo de Cuaresma, Jn 9, 1-41)

 

Al pasar Jesús,

un día de sábado,

por una calle de Jerusalén,

vio un ciego ambulante

y entonces,

única vez en su vida,

cambió su modo de curar:

escupiendo en el suelo,

hizo una pizca de barro

-símbolo popular de la ceguera-,

con él  untó sus ojos invidentes

y  le ordenó lavarse con el agua

de la piscina de Siloé,

fresca de divinas bendiciones:

un genuino bautismo para Juan.

 

De nuevo un ciego volvía a ver

por obra del profeta nazareno:

Luz del mundo,

Hijo del Hombre,

al que el ciego creyó a pie juntillas.

Al decir del Maestro,

ni aquél “nació todo entero” en pecado,

ni pecaron sus padres,

como solían pensar  los judíos devotos,

esclavos de la Ley.

¿Qué importa que fuera un día de sábado?

Jesús es el señor

del sábado,

y el hombre doliente está

por encima del sábado.

 

Los que hasta entonces no veían vieron,

y quienes creían ver

ciegos quedaron,

lejos de la Luz.