Catedral de Sevilla

Entro en la catedral de Sevilla, que visité hace muchos años, y vivo una experiencia muy poderosa, un estremecimiento, como solemos decir, como pocas veces recuerdo haberlo vivido: en San Pedro de Roma, en las catedrales de Milán y de Estrasburgo, en la de León, en algunos templos góticos de grandes abadías del sureste inglés. Pero tal vez más que en todos ellos. Catedral: mucho más que la cátedra del obispo local, perdido en esta inmensidad de belleza, en este esplendor, casi terrible, de transcendencia. Catedral: alegoría inmensa de lo santo y numinoso, del mysterium tremendum, del Dios majestuoso y fascinante, creador de cielos y tierra, conservador y salvador de todo lo creado para y con el Hijo hecho hombre, principio y fin de todas las cosas, que aquí ya se arrodillan ante él. No puedo leer nada ni seguir la ronda pedagógica de los altares, ni servirme de la audioguía. No quiero recorrer esta maravillosa pinacoteca, este museo glorioso, que hoy sólo me completa y hace refulgir el conjunto de la expresión plástica, del lenguaje incomparable del arte, de la inmensa metáfora. El retablo mayor inefable, la venerada Virgen de los Reyes, Murillo y Zurbarán, los restos de Fernando III o de Colón, no, ahora no; sólo como partes del todo sublime y misterioso. Cervantes escribió, al ver aquí el imponente catafalco para las honras fúnebres del gran rey del imperio español Felipe II, aquel famoso soneto que comienza: Vive Dios, que me espanta esta grandeza… Lo que espanta, en el justo sentido bíblico, es la grandeza de la catedral, prodigioso aunque pálido símbolo divino, voz silenciosamente resonante de la ciudad celeste, del cielo que es Dios.
Urbs Sion unica, mansio mystica, condita caelo,
nunc tibi gaudeo, nunc tibi lugeo, tristor anhelo,
podríamos decir con el latín lenguideciente de Bernardo de Cluny. ¡Oh, Jerusalén celeste y única, que nos haces gozar y llorar, y sobre todo desearte! A veces pienso que toda la catedral va a elevarse de un momento a otro con todos los cientos de personas que esta tarde la visitamos y que todos vamos a desaparecer, junto al Cristo pascual ascendiente, tras la nube de la gloria.