Vargas Llosa y Benedicto XVI


Hace unos días escribía en EP el premio Nobel, Mario Vargas Llosa, un artículo ejemplar sobre Benedicto XVI, titulado El hombre que estorbaba. Ejemplar en un escritor no creyente, pero atento a todos los signos cualitativos de nuestro tiempo, estén donde estén y signifiquen lo que signifiquen. Tras ponderar la vocación de teólogo e intelectual de  papa Joseph Ratzinger, y no de hombre de masas, como la de su predecesor, elogia sus libros sobre Jesús de Nazaret y sus encícliccas, y confiesa que alguno de esos escritos le causó turbación. Expone los graves problemas internos de la Iglesia, a los que se ha enfrentado el papa –pastor rodeado por lobos, según el  mismísimo OR- e intenta entender lo que él llama anacronismo dentro del anacronismo de la Iglesia en ciertas cuestiones actuales: el peligro de la desintegraciín y de la anarquía, como ha sucedido en el mundo de las sectas evangélicas, otro enemigo poderoso de la Iglesia católica. Pero los no creyentes -escribe con una valentía desconocida en nuestros intelectuales de casa- haríamos mal en festejar como una victoria del progreso y la libertad el fracaso de JR en el trono de San Pedro. Porque él representaba sobre todo la tradición clásica y renacentista, que acabó con la esclavitud e hizo posibles la igualdad, la solidaridad, los derechos humanos, la libertad, la democracia, e inspiró el desarrollo del pensamiento, del arte, de las letras, de nuestra civilización, en definitiva. Y ve finalmente en la impotencia y en la soledad, últimanente mostradas por Benedicto XVI, un inquietante atisbo de lo reñida que está nuestra época con todo lo que representa vida espiritual, preocupación por los valores éticos y vocación por la cultura y las ideas.- Para calibrar la excelencia de este trabajo del escritor peruano-español basta compararlo con el  frívolo, publicado ayer en el mismo medio, del posmoderno italiano Flores d´Arcais, irritado hasta por el aval dado al pensador Joseph Ratzinger por  el filósofo alemán Jürgen Habermas o por la filósofa búlgaro-francesa Julia Cristeva. Es la diferencia que va de un verdadero intelectual  a un mandarín de opinión de nuestro tiempo.