¿Un castro en Napal?

 

         Solo por ver los arces otoñeados en las riberas del Sadar, al salir de Pamplona, y los desfiles de chopos y álamos en las orillas de los ríos Erro, Irati y Salazar y de sus pequeños afluentes, con los últimos óxidos de octubre ya en vilo, merece la pena ir hasta un remoto rincón del Valle del Romanzado, al que no íbamos desde hace más de treinta años. Al entrar en el estrecho corredor que nos lleva, por Orradre, hasta Napal -uno de los pueblos más solitarios de Navarra-, el mismo color de belleza, nostalgia y despedida tienen los chopos que acompañan al barranco Zaloz, que baja desde la sierra de Ugarra.

Miramos con pena a la alta iglesia muda de Orradre, que nos mira con pena desde su alta soledad, y nos alegra cuando vemos, donde se cierra el valle por el este, bajo el Idocorri, dos grandes granjas de ovejas, junto a la torrecita de la iglesia de Napal, y, en la hilada de la media docena de casas, una  pintada de blanco, con ropa  tendida en un balcón, y dos casas más con plantas, con flores, con jardín, con vida. Nos informa Julio Asunción que Javier Armendáriz ha descubierto un nuevo castro de la la Edad de Hierro junto a la peña de abajo del pueblo. Y hasta ella nos vamos, pisando, por el extremo del terreno, la pieza de cereal, que ya asoma los primeros brotes verdes.

Encontremos algo o no, ya merece la pena llegar hasta el mismo escarpe de roca caliza gris, que corta abruptamente el cerro y lo divide en dos. Poco espeso, de más de cien metros de longitud y unos treinta de altura, tiene forma de arco alargado, en dirección este-oeste. O de diadema pétrea. O de  casco guerrero, que defendiera el lugar y hasta todo el valle. En el lado sur oímos unas voces entre el alto y denso matorral de bojes y hollagas, y resulta que son dos escaladores al pie de la roca, que parece en esta parte no cortada a cuchillo, sino a pico o a martillazos. Vemos arriba, a lo largo de toda la pared, las clavijas relucientes hincadas en la roca. Desde aqui nos cierra el horizonte el paredón azulado de la sierra de Leire, con el puntita del repetidor del Arangoiti, y ya cerca de nosotros, vemos la hondonada o foz de Arbayún, que ahondó el río Salazar, y el promontorio del despoblado de Iso, desde donde venían andando los niños a la escuela de Napal in illo tempore. Impresiona mucho tener tan cerca una roca casi perfecta, que surge del suelo, a la que se le puede tocar y medir. Por las grietas y agujeros del roquedo se agarran y crecen como pueden algunas encinas retorcidas y algunos bojes. Las avionetas del aeródromo de Lumbier no dejan durante todo el día de voler bajo este cielo.

Ya en la cara norte, vemos los montes de Areta y la sierra de Zariquieta, y al oeste, el imponente macizo de Izaga, con sus tres picos inconfundibles. La verdad es que el cerro arriba, con una singular defensa natural; el regacho abajo -que baja del chorrote, según nos dirán luego-; una serie de niveles que podemos imaginar fosos… nos hacen posible un castro protohistórico, pero no tenemos muchos más elementos de convicción. Unos agujeros cuadrangulares, que parecen excavados en la roca, los tiene J. Armendáriz por pechinales para encastrar la muralla de madera defensiva en la roca. En cambio, Asunción ve mucho más probable un santuario o cosa parecida de los adoradores del sol: sobre todo por la orientación del escarpe. ¿Subían hasta aquí los pastores que levantaron los dólmenes cercanos de Ugarra? Hasta un agujero completo en la escarpadura lo tiene como votivo. Y con cierto humor, cree ver una cara rocosa, apuntada en el extremo oriental del acantilado rural. Nosotros, sientiéndolo mucho, somos entre menos imaginativos y más escépticos.

Al bajar, hablamos con una familia que viene los fines de semana. No habían oído nunca sobre un poblado antiguo en la peña de abajo, muchos siglos antes que de que apareciera Napal. Almorzamos un poco más adelante, desde donde vemos bien, al otro lado del regacho, el pequeño camposanto, guardado por dos grandes cedros. Tenemos allí ocasión de hablar con la mujer del pastor, que viene de llevar en el coche un bocadillo a su marido, que está con el rebaño en Orradre. Son los dueños de las dos granjas, y se queja de los precios, de los efectos de la pandemia en el sector… Tampoco ella sabe nada una tradición sobre antiguos habitantes en esa peña, pero sí más arriba, donde los dólmenes. No le decimos que hace más de treinta años les vimos a ella y a su marido, con dos niños, y un rebaño de ovejas.

Al salir del pueblo, evocamos aquella excursión que seguía hacia San Esteban de Ugarra y por las foces del Ugarra y del Ugarrón. Al pasar por Orradre, ahí está el rebaño del pastor de Napal. Dejamos pronto el Romanzado y nos metemos por tierras de Urraúl Bajo y de Lónguida, entre sembradíos de tierra blanca hasta llegar a los de tierra roja. Vemos varias máquinas sembradoras aprovechando el buen tempero de esta tarde de octubre. Terminamos contemplando de nuevo los canecillos de la iglesia románica de la Purificación, de Villaveta; paseamos un rato a orillas del río Erro, ya próximo a su desembocadura. Y aun tenemos luz para volver  a ver la piedra de Roldán en la siempre majestuosa plaza de Urroz-Villa.