Sobre el nuncio Monteiro y su caldito

Un amigo mío se empeña en demonizar la visita del presidente del Gobierno al nuncio Mons. Monteiro, decano en nuestro país del Cuerpo Diplomático, en vísperas electorales, y tras una temporada de serios encontronazos entre algunos cardenales españoles y el Gobierno y Partido socialistas, seguidos de una sañuda campaña anticlerical por parte de éstos dos. Yo, que entiendo poco de usos diplomáticos, le digo que acaso es imposible, según esos usos, que un nuncio, un embajador cualquiera, niegue una entrevista, en cualquier momento que sea, a cualquier presidente del Gobierno, ante el que ejerce su alta representación. El encuentro a puerta cerrada, según tengo entendido, fue iniciativa de Rodríguez Zapatero en una determinado encuentro público casual con el nuncio, en el que quedaron a tomarse un caldito en la Nunciatura. No sabemos qué hablaron y este sería un dato importante para que juzgáramos con probidad el acontecimiento. Mi amigo se queja sobre todo de que el nuncio, recibiendo al presidente, puenteó a la Conferencia Episcopal. Poco hay que saber de estas cosas para imaginar que la Conferencia Episcopal estuvo al tanto de todo desde el primer momento, aunque  el ex arzobispo de Pamplona, Mons. Sebastián, también se quejó públicamente, en la onda de mi amigo. Pero esto es inevitable en el régimen de representación que ha elegido el Vaticano. Es crítica ya secular, sobre todo entre católicos, la que insiste en la necesidad de acabar “con los nuncios” y dejar las relaciones del Vaticano (de la Iglesia, más bien) con los Estados en manos de la Jerarquía católica local. Se evitaría así, se dice, la mundanización de la Iglesia, su equiparación con un poder político cualquiera, los vicios inherentes a ese poder: riqueza, fastos, honores, vanidades, corrupciones, partidismos, etc. Los que defienden el estatus actual ponderan la libertad e independencia de los nuncios frente a las situaciones nacionales, tan egoístas de suyo, liberando así a los obispos autóctonos de la dependencia y servidumbre de sus gobiernos locales, riesgo frecuente que la historia demuestra a cada paso. Podríamos seguir discutiendo sin término. Lo que a mi amigo parece importarle menos es el caldito convertido en cena exquisita, no distinta, por cierto, de cualquier cena entre políticos y diplomáticos, y entre otros muchísimos que no lo son, se reunan donde se reunan. Por cierto, las noticias puntillosas sobre la cena llegaron desde la Moncloa, no desde la Nunciatura. Los más críticos del Gobierno actual no dejan de ver en ello el clásico tic anticlerical, tan presente ya en El Quijote, de mostrar, siempre que se pueda, a los miembros del alto clero, como gentes “que pocas veces se dejan mal pasar”. Y así los españoles pudieron saber que en la Nunciatura, entre otras delicadezas, se bebe Ribera del Duero, Albariño y cognac francés. Hipocresías aparte, creo que el encuentro de los representantes de los dos poderes clásicos pudo ser beneficioso para todos en este momento de España, a pesar de que el presidente del Gobierno, como buen medidor de tiempos polìticos, sacase un cierto rédito electoral. Que es acaso lo que más irrita a mi amigo. Pues, que todo sea como eso, en un próximo futuro.