¿Qué es la gracia?

Es uno de los conceptos peor explicados, peor aprendidos, peor asimilados en la comunidad cristiana, a lo que no han ayudado mucho las curiosas y a veces extravagantes especulaciones y el intrincado vocabulario de la decadente escolástica anterior al Vaticano II. Pero ya desde los primeros siglos, prevaleció en los padres (teólogos) griegos la gracia de Dios como la acción del Dios trino en la historia de la salvación, y la inhabitación de ese Dios en el hombre y en el mundo para divinizarlos. En el siglo XX, superadas viejas disputas abstractas de escuela, los grandes teólogos protestantes y católicos -Barth, Brunner, Rahner, Tillich, Greshake, Pesch, Schillebeeckx, Schmaus, Kraus, Küng…-  subrayaron el carácter personal de la gracia, como amor de Dios, como autocomunicación de Dios, como donación personal de Dios al hombre, que transforma su existencia y sus relaciones eclesiológicas y sociales. Gracia, pues, personal, dinámica, real, histórica, también bajo signos sensibles, comunitaria, gratuita, necesaria, universal. Una fuerza liberadora, unida a la virtualidad de Dios y a la virtualidad del hombre. (Libertad liberada del hombre, podríamos decir, recordando la frase de san Agustín, que ayer comentaba).  Libertad en gracia, como la define el teólogo Georg Kraus -autor de una síntesis excelente sobre el tema-, en la que prevalece la omnipotencia de Dios, sin negar la libertad autónoma, aunque subordinada, del hombre. Éste es tanto más libre y activo cuanto más deja operar a la gracia de Dios en él. Dios respeta  al hombre creado libre, y liberado de nuevo, y le llama a una comución  amorosa y salvífica para su salvación y la salvación de todos los hombres, incluido el mundo en que viven.