Navidad

Se contraen los meses, las semanas y los días.
Se apresuran las nieblas, las lluvias y las nieves.
Pasan altas las grullas, uniformes, seguras.
Se rinden las cañas del maíz para el desmoche.

Caídas las hojas, las sernas reverdecen.
Los cardos rozagantes nos prometen su fiesta.
Las dulces madarinas nos saben a nostalgia.
Y los duros membrillos nos prestan su perfume.

El Adviento nos trajo los rigores de Juan,
preparando los rectos caminos del Señor,
y la firme esperanza de la Virgen María
de traernos el fresco rocío de la aurora.

El humilde belén nos decía lo esencial:
el niño de una madre aldeana y creyente
entre pobres pastores, a la luz de una estrella,
que propaga el mensaje por todas las naciones.
El humilde belén: evangelio en miniatura
de la vida de un niño que termina en la cruz.

Hubo un hijo de Dios en la Roma de los Césares,
del linaje divino de Venus y de Anquises,
y del piadoso Eneas, un héroe de Troya,
que cantaron los altos poetas del Imperio.

También Mateo y Lucas nos trazan la progenie
de Abrahán a David, y hasta el Cristo, el Ungido:
otro Hijo de Dios sobre todos los océanos,
sobre todos los tronos y reinos de la Tierra.

El Espíritu Santo protegió con su sombra
una virgen nazarena, entregada a las manos
de Yahvé, de gracia llena, obediente a su amor
hasta el desprendimiento y el total abandono.

La obra era de Dios. Sólo de Él la extraordinaria
proeza de nacer como hombre entre los hombres,
por encima de todos los dones del Olimpo,
por encima de todos los raros nacimientos
-que divinos llamaron augures y poetas-
de César Octaviano, Escipión o de Alejandro.

Es la alegre noticia, la mejor de los siglos.
Es la paz derramada por Dios a quien la busca.
Es también la señal del conflicto con un mundo,
que pone la esperanza al servicio del poder.

Con otro mundo sueña el Señor de las promesas,
sin Augustos ni Herodes, Tiberios o Pilatos.
Sueña el hombre asimismo con poder renacer
en ese nuevo mundo, la nueva Navidad.