La alegría de la lotería

La letrilla de ayer habrá llevado quizás a alguien a pensar si no soy un rigorista moral, un tío que va de austero por la vida, un estoico retrasado o un moralista ceñudo. Espero que nada de eso. La letrilla es un juego irónico y no va mucho más allá. Bien es verdad que en mi casa de pobres nunca jugamos a la lotería, ni juego yo ahora, aunque acepto de vez en cuando algunas de esas participaciones mínimas que nos venden amigos o familiares  en favor de asociaciones benéficas o deportivas. Sé también, como todo el mundo, que una sociedad no puede depender del albur de las loterías y que toda adicción, también ésta, es peligrosa y puede acarrear, en casos  extremos, ciertas desgracias ciertas. Pero lo cierto es  también que esta tarde, viendo los telediarios consagrados casi por completo a las alegrías de los acertantes en los sorteos millonarios, lo he pasado muy bien, he gozado casi como uno de ellos, viendo lo guay que lo pasaban. Así de claro. Me contagia la alegría colectiva de la gente y hasta me emociona cuando veo contentas a tantas personas, sobre todo de condición trabajadora y sencilla, que no tienen  tal vez muchas ocasiones de tan natural felicidad. Otra cosa será qué hacen después con ese dinero, una cuestión ulterior. Viendo, pues, ese júbilo contagioso, explosivo unas veces y otras casi beatífico, pensaba esta noche si la lotería navideña -probablemente herencia, al menos próxima, de las Saturnales romanas-,  no será una compensación benévola del azar por tantas tropelías como comete a nuestra costa durante todo el año. ¿Un consuelo?