“Éramos esclavos del faraón de Egipto…”

Cuando te pregunte tu hijo, el día de mañana…, tú le responderás: “Nosotros éramos esclavos del Faraón de Egipto y el Señor nos sacó del Egipto con mano fuerte. El Señor hizo a nuestros ojos milagros y prodigios grandes y terribles en Egipto contra el Faraón y toda su corte. Y a nosotros nos sacó de allí para introducirnos y darnos la tierra que había prometido a nuestros antepasados (Dt 6, 20-23). Nuestro Dios es el Dios de la historia, no de la mitología ahistórica. La historia es  también el lugar de Dios, un Dios secular, mundano y no sólo cósmico; metido en el tiempo, un tiempo no cíclico y ocluso en sí mismo, sino abierto a la libertad y a la salvación. Los acontecimientos no son determinaciones naturales ciegas, sino hechos históricos, donde juegan la libertad de Dios y la libertad del hombre. La esclavitud de los judíos en Egipto no fue un suceso natural, como puede ser un volcán o una tormenta, sino un hecho histórico, condicionado por el imperio faraónico y por el faraón de turno. Moisés, Aarón y todos los que sirvieron a su Dios, liberador de cautivos y débiles, padre de su pueblo, fueron personajes reales, de una una u otra manera, y el Dios de Israel fue vivido (considerado, querido y sentido) como tal. El relato del acontecimento se vistió después con todas las galas literarias del tiempo y del lugar, pero no dejó de ser por eso, en su núcleo duro, un hecho histórico. La Iglesia, heredera de Jesús de Nazaret -el nuevo Moisés y el nuevo Aarón de la nueva Era-, heraldo de su presencia entre nosotros, no puede menos de querer ser luz, inspiración, fuerza, acogida y salvación de todos los cautivos y débiles, de todos los esclavos y perseguidos de nuestro tiempo, de todos los tiempos.