El servicio y la alegría

Al día siguiente de  San Juan, ha amanecido un día perfecto de primavera en la Ribera de Navarra. Un vientecillo fresco no despeina los pocos boneteros callejeros, tan peinados, que adornan las anchas y monótonas calles de los ensanches de Cabanillas y Fustiñana. Baja ríente el padre Ebro, y se desprende de él, también ríente, el viejísimo canal de Tauste. En Fustiñana, voy a pie por la calle Mayor, Papa Pablo VI, Salitre, Jacinto  Benavente, Gran Prior de Navarra y Blanca de Navarra hasta la plaza de Nuestra Señora de la Asunción, donde los caballeros de la Orden de San Juan de Jerusalén plantaron a  mediados del siglo XII la iglesia que lleva la misma advocación de la plaza, sobre la terracilla que vigila y domina el amplio y regocijado regadío a la orilla izquierda del río ibérico. El templo, románico de transición, de piedra blanquecina, y modesta torre robusta, rodeado y parcialmente ocultado por ediificios anejos, guarda preciosos retablos plateresco-renacentistas, que no  puedo volver a ver, por estar cerrado a estas horas mañaneras. En el centro de un jardncillo aledaño, que pueblan un ciprés, un olivo, una morera y un ciprés, se alza el busto, en cobre, sobre un alto pedestal de mármol rosado, del párroco de la villa (1968-2002), José María Elizalde Ibañez. Le conocí aquí mismo, alto, guapo, culto, amable, y al verle así, en efigie de inmortal, sin esperarlo, me conmueve. Tal vez sea el único monumento en toda Navarra, de tal prestancia, dedicado a un sacerdote reciente. En el lado oeste del pedestal, a la par de la puerta principal de la iglesia, frente al verde mar del regadío luminoso, están inscritas estas aladas y sublimes palabras del poeta indio, premio Nóbel, Rabindranath Tagore:

Yo dormía y soñé que la vida era alegría. Desperté y vi que la vida era servicio. Serví y comprendí que el servicio era la alegría.