Carlos Chivite


    Le conocí en Cintruénigo, antes de que entrara en el partido socialista y luego le traté de cerca en los tiempos en que él era el segundo diputado a Cortes y yo consejero y, después, presidente de la gestora del PSN-PSOE. Cuando Carlos Chivite fue elegido secretario general, desbancando a Lizarbe que había perdido estruendosamente dos elecciones forales, escribí una nota muy crítica, que, al fin, no envié al periódico. En ella venía a decir, en sustancia, que era de la misma escuela que Lizarbe, a quien ayudó decididamente en sus primeros años y sobre todo en el acoso y derribo de la gestora, incluso mientras el derribado secretario general era miembro de la misma. El verano pasado, desde dentro del partido y desde fuera de él, Chivite y su equipo fueron objeto de una atroz campaña de insultos y descalificaciones, que nos recordaron la que nosotros sufrimos diez años antes: entonces porque sólo unos pocos decidimos salir del gobierno tripartito tras el escándalo de las cuentas en Suiza; esta vez porque la comisión ejecutiva del PSN-PSOE, unánime en su propósito de hacer un gobierno con los soberanistas-independentistas, había sido descalificada por la dirección del PSOE y obligada a dejar gobernar al partido mayoritario en Navarra. Un mismo fondo pero dos ocasiones muy distintas. Unos meses antes de todo eso, Carlos Chivite y yo coincidimos en el mismo tren, de Pamplona a Madrid. Nos habíamos encontrado por entonces en un restaurante popular, y me había dicho que me leía: te leo. Yo, por entonces, escribía en tonos muy conciliadores sobre la la necesidad de la unión nacional frente al terrorismo y al independentismo, y así se lo recalqué. En el tren, él se me acercó con muchas ganas de hablar. No le oculté lo que yo pensaba de la situación polìtica española y navarra, y del gobierno Zapatero. Eran los días crudos de la negociación con ETA. Él me negó cualquier participación de los socialistas navarros y se mostraba muy incómodo porque Sanz no le recibía, mientras éste se quejaba de continuo de que Zapatero no le recibía a él. Cuando nos separamos para comer cada uno en su asiento, le prometí ir con él a tomar café. Pero antes de llegar la hora, volvió a sentarse a mi lado y continuamos la conversación. No voy ahora a contarlo todo. Cuando leí, el 15 de febrero la nota grosera que publicó el PSN sobre mi papel en la Exposición, recordé aquel encuentro y le escribí, al día siguiente, un correo electrónico, cordial a la par que enérgico, pidiéndole una rectificación. A los ocho días, la respuesta fue mi comparecencia en el Parlamento, pedida por el mismo grupo parlamentario. No sé qué pasó entretanto. Algún día lo sabremos. Tras el accidente de Estella, escribí a su familia, en Cintruénigo, una carta de condolencia, en la que pedía a Dios y a la Naturaleza una salida feliz a la crisis cardíaca. No fue así. El día de su muerte, le recordé intensamente ante Dios, ante el Dios de la vida. Y no me presté a juego alguno, ni público ni privado.