Bicentenario de Chopin

Escucho, una y otra vez, en este último día de noviembre, la sonata número 2,  en sí bemol menor, del genio polaco, nacido hace doscientos años, muerto a los 39. Ese autor, al que su amante George Sand tenía como más exquisito que Bach y más poderoso que Beethoven. Escucho la sonata número 2: el agitado y obsesivo primer movimiento; el apasionado scherzo; la celebérrima y apabullante marcha fúnebre, compuesta en principio como pieza separada; y ese enigmático final, de melodía desvanecida, expresión de la misma fugacidad de la vida. A Chopin hay que escucharle a solas, fuera de las salas sociales de conciertos, porque es la intimidad, la exquisitez, la pureza de la música, lo que no significa falta de energía y de fuerza, sino lo contrario, sólo que concentrada en lo esencial. Cuando el gran duque Constantino le preguntó un día si cuando miraba arriba, mientras tocaba el piano, esperaba del cielo la inspiración, le respondió el artista: ¿No es de allí de donde emana toda inspiración y toda belleza?