Adviento

                  
                      (Ex 1-14)

                            I

El torvo Faraón obligó a los hebreos,
cada día más numerosos en Egipto,

a trabajar la arcilla, el ladrillo y el terruño,
bajo el látigo
de infames capataces.
Y mandó a las parteras hebreas
que ahogaran los niños al nacer.
Las parteras, piadosas, se negaron.
Ordenó entonces el tirano a sus serviles
arrojar a los niños hebreos
a las aguas caudalosas del Nilo.

Hubo un niño llamado Moisés,
de la casa dde Leví,
salvado excepcional de las aguas voraces.
Llegó a ser un joven generoso,
preocupado por la causa de todos sus hermanos.
Defendió, a veces con violencia,
a mucha de su gente
y tuvo que huir del torvo Faraón
al país de Madián,
donde pudo cuidar los rebaños de su suego.

En Horeb, la montaña divina,
el ángel de Yahvé
-una llama de fuego inextinguible-
le conminó implacable
a sacar a los suyos
de la dura esclavitud en que vivían
y llevarlos a una tierra segura
que mana leche y miel.
En nombre del Dios de la alianza indisoluble
con su pueblo elegido,
el Dios de Abrahám, de Isaac y Jacob,
que es El que es,
la pura Existencia por sí misma,
la pura Compasión misericorde
y la pura Justicia insobornable.

Pero el joven Moisés,
los pies desnudos sobre el suelo santo,
cubierto el rostro
por miedo al divino resplandor,
¿quién era él para hazaña tan heroica?
¿Quién podría hacer caso
a un hombre torpe de palabra,
un pastor huido y alejado de su pueblo?

Dotó Dios a Moisés y a su hermano Aarón
de poder milagroso:
convertir el cayado en serpiente,
como prueba divina ante el rey,
y volver sanguinosa el agua del Nilo;
invadir de mosquitos, tábanos y ranas
campos, casas, aldeas y ciudades;
dañar los ganados egipcios con la peste letal;
extender por doquier erupciones pustulosas;
asolar con rayos y granizo percusores
los pueblos y las tierras;
enviar flotillas de langostas
a completar la obra del granizo,
y borrar por tres días
la luz del sol en todo el reino.

Moisés y Aarón realizaron, poderosos,
envidiados por los magos reales,
todos estos prodigios
en presencia del necio y tovo Faraón,
obstinado
en no dejar salir de Egipto a ningún israelita.
Hasta un día, a media noche,
en que Yahvé

hirió de muerte a los primeros
nacidos de los hombres y las bestias,
desde el rey al menor de los esclavos
y al último de los bueyes.
Y pudieron salir,
de una vez,
los hebreos resistentes y tenaces
con todos sus rebaños de ovejas y de vacas
.

Dios iba por delante de los suyos
en forma de nube por el día,
de columna de fuego por la noche.
Mas de pronto el torvo Faraón, arrepentido,
persiguió con sus huestes
al pueblo israelita liberado,
al que dejó, en mala hora,
marchar por el desierto.
Y el pueblo se alzó contra Moisés
y le gritó furioso
si quería dejarles morir  entre la arena.
¡Más valía servir a los egipcios
que morir en tierra extraña!
¿O no había en Egipto tumbas suficientes?

Y Moisés de nuevo confió
en el Dios de sus padres,
defensor del derecho y la justicia
de todas las naciones.
Siguiendo el expreso dictado del cielo,
extendió su mano sobre el mar
y sopló Yahvé el potente soplo de su ira:
un recio viento solano, a lo largo de la noche,
dividió en dos muros separados,
a derecha e izquierda,
las aguas remansadas del mar Rojo.

Pasaron los hebreos fugitivos,
a pie enjuto,
locos de entusiasmo,
con todos sus rebaños de vacas y de ovejas.
Y, al pasar los carros y caballos del torvo Faraón,
que les seguían,
volvió a extender la mano sobre el mar.
Era al  rayar el alba,
y las aguas volvieron a su cauce,
tragándose los carros y caballos
y la flor y nata de  todos los guerreros.

                     
                        II

Durante muchos años,
durante muchos siglos,
la historia de los hombres
se parece a esta historia literaria.
Faraones soberbios y crueles
y fieros capataces
con los nombres más diversos,
tuvieron a sus pies millones de infelices,
reducida su vida miserable
a una larga y humillante esclavitud.

Las plagas de Egipto, que pasaron
a lección de historia y religión en las escuelas,
a veces sólo fueron
naturales catástrofes,
que ni los dioses mágicos
dii ex machina-,
invención de poetas ingeniosos,
pudieron evitar.

Pero, otras veces,
los mismos hombres hicieron lo posible
por convertir en sangre el agua de la vida,
por provocar la peste, el miedo y las hambrunas,
por expandir la embrolla, el babel y las tinieblas,
por arrancar la vida primera y pululante,
por reducir la independencia a servidumbre,
por perseguir hasta la muerte la brava libertad.

A veces Dios aparecía
implicado en el conflicto:
un Dios ajeno,
traído y llevado a todas partes
por unos y por otros.
Un Dios-Naturaleza, un Dios-Esencia,
un Absoluto metafísico,
un Dios-Herencia, un Dios-Costumbre,
un Dios-Penate utilitario…

Pero el Dios de Israel, el de la alianza
con su pueblo,
el Dios aliado con los siervos de Egipto,
el Dios de la promesa y la esperanza,
el que llamó a Moisés
-pastor apremiado a ser profeta-
para salvar a todos sus hermanos
y conducirlos
a la tierra que mana leche y miel,
ese Dios encontró en no pocas ocasiones
el rechazo de los mismos esclavos
a su auténtica y total liberación.

Una fija servidumbre acostumbrada,
una estable dependencia,
un lugar conocido y frecuentado…
son en tiempos de riesgo
unos dioses perezosos,
sobornables,
complacientes,
mucho más halagadores
que el Dios que nos acerca al mar de la aventura,
a la indefensa desnudez del éxodo,
portal de incertidumbres.
En cambio, el Dios transformador,
que defiende la justicia y el derecho
de los pobres y oprimidos,
exige al mismo tiempo
la confianza y la fe que nos desasen
de la vieja, proterva, arraigada suficiencia.

Miles de profetas gritaron en la historia
las mismas, agónicas, palabras de Moisés
en el campamento amotinado:
No temáis. Estad firmes. Y veréis
que Dios os salvará en este día,
peleando con vosotros.

No es fácil ni cómodo emprender
la oscura ruta del exilio personal.
La nostalgia de la propia deidad exclusiva
suele ser a menudo
una droga sutil y embaucadora,
un triste sucedáneo
de la limitada libertad
responsable y creadora,
condición indispensable
de toda libertad gratuita y trascendente.

A veces las tinieblas de la noche
son mas sosegadoras
que la cegadora incandescencia de la luz.
Esclavos de la noche,
¡cómo hiere los ojos el libre amanecer!

                        III

Cantemos al Dios liberador.
Él es nuestra canción y nuestra fuerza.

Un guerrero parece a simple vista
en el canto triunfal de Moisés
y en el canto de muchos
entusiastas seguidores.

Pero Él es sólo padre
del hombre de sus manos,
defensor de los siervos que quieren liberarse
y buscan el auxilio
de Dios liberador,
autor de maravillas
por medio de los hombres.

Él no quiere librar batalla alguna,
sino sólo librar de las batallas
a todos los que buscan la paz y la justicia.
No le gusta que el mar se engulla a los guerreros
del torvo Faraón,
ni que caigan al fondo como piedras.

Le gusta rescatar a los cautivos,
llevarlos a su nueva posesión.
No es el Dios de la ira y la venganza.
Es el Dios creador de la alegría.

El vino, viene y va a venir,
como nube o como fuego,
como sombra o como luz,
cada vez que los hombres reclamen su presencia.
Él sufre con las penas y quebrantos de los hombres,
se alegra con sus gozos y júbilos.
Es la meta final de la esperanza:
por eso está presente en todos los momentos
de la marcha común
camino de la dicha.

Cantemos al Señor liberador.
Él es nuestra canción y nuestra fuerza
.