Archivo por meses: abril 2012

Salmo 22 (IV)

¿Quién fue el canalla que dijo
que Jesús de Nazaret
quiso morir en la cruz?
¿Qué teólogo blasfemo sugirió
que Dios, su Padre amoroso,
le hizo crucificar?
¿Quién quiso disimular
la culpa hedionda y macabra
de todos los responsables
de aquel crimen?
Los cuatro evangelistas
acuden a los salmos
para poner en labios de Jesús
agonizante
las palabras más próximas
a su íntimo ser.
Sabemos qué es ser hombre.
No sabemos qué es ser Dios.
Tampoco cómo es
un hombre habitado y poseído
por la Divinidad. (Col 1, 19)
Pero hombre como era
Jesús de Nazaret,
hombre perfecto, al decir
de un Concilio venerable,
sufrió la norma implacable de la muerte,
con todo el horror
de los crucificados.
Vivió y murió invocando
la fuerza de su Padre,
buscando su cercanía,
la que libra de los perros rabiosos,
la que salva de las fauces furiosas del león
y defiende de los cuernos feroces
de los toros de Basán.

Su grito apocalíptico (Mc 15, 37)
fue la muerte del hombre más justo
de la Tierra.

Salmo 22 ( III)

Amarga es la muerte
-el último enemigo que nos queda-, (I Co 15, 26)
pero ¿qué decir de la muerte
de los torturados, los quemados,
de los arrastrados por el suelo,
de los despellejados,
de los descuartizados,
o de los crucificados…?

Jesús de Nazaret,
como muchos que murieron su muerte ignominiosa,
expiró acorralado
por los feroces toros de Basán,
por amarillos perros rabiosos
que llegaban a sus pies
-en forma de bandas de malhechores-,
por leones que le abrían de cerca sus fauces
furiosas.
Veía derramarse su hombría nazarena
como el agua,
y fundirse lo mismo que la cera de un cirio
su inmenso corazón.
Sed brotaba su reseca garganta  (Jn 19, 28)
como teja sin lluvia,
perdidas las palabras
en su lengua apegada al paladar.
Y podían contarse, uno a uno,
sus huesos descoyuntados.
Con sus pies y sus manos inmóviles,
fijados por los clavos,
sentía hundirse su recia y joven vida
en el oscuro y revuelto polvo de la muerte.

Debajo de la cruz, soldados mercenarios
sorteaban su túnica inconsútil
de ambulante maestro galileo,
como hacían
con las ropas aún útiles
de los pobres colgados de las cruces.

Salmo 22 (II)

En ese Dios confiaron nuestros padres.
Muchos siglos de seres humanos
confiaron en ese mismo Dios,
gloria de Israel,
o en dioses cercanos tutelares,
de santuarios domésticos.
En Dios, al fin y al cabo, todos confiaron,
y Dios los salvó, como ellos creyeron.
Millones y millones de varones y mujeres
murieron creyendo en ese Dios,
amaron a ese Dios,
y muchos de entre ellos
hasta dieron su vida antes de tiempo
por Él.
Salvaron su fe,
y con ella el sentido de su vida.
No, admirado salmista.
Aunque el hombre agustiado o moribundo
se parezca a un gusano,
no lo es.
Aunque sea el escarnio de su gente
y el asco de su pueblo.
Aunque todos se burlen de él
moviendo sus cabezas.
Un gusano no grita. “¡Dios mío!”
ni, elegido desde el vientre materno,  (Jr 1, 5)
es capaz de decir                      (Jb 10, 9-11)
la oración más bella y completa  de todas:
“¡Tú eres mi Dios!”    

Semana Santa. Salmo 22 (I)

Millones y millones de hombres en el mundo
mueren abandonados,
y Dios parece
estúpidamente ajeno
                              a sus gritos agónicos,
al rugido inaguantable
de sus broncas voces mortecinas.

¿De qué nos sirve
decir “¡Dios mío!” por tres veces,
por un millón de veces, si es preciso;
intentar agarrarnos a ese Dios,
si ese Dios se desprende de nosotros,
si ese Dios nos tiene abandonados?

Mas, si el Cristo crucifixo, en su agonía,
llama a Dios por tres veces;  (Mc 15, 34)
si el “maldito” en su trono     (Gal 3, 13)
de congoja y soledad,
le invoca fervoroso,
es que Dios es más hondo todavía
que el físico abandono del hombre agonizante,
más íntimo y presente
que la terrible desesperación.

Ramos y palmas. Palmas y ramos

   Palmas y ramos,
   ramos y palmas
   para un rey que no lleva
   reales armas.

   Ramos y palmas,
   palmas y ramos
   para un rey que carece
   de cortesanos.

   Palmas y ramos,
   ramos y palmas
   para un rey que no tiene
   oro ni plata.

   Ramos y palmas,
   palmas y ramos
   para un rey que no quiere
   tronos ni estrados.

   Ramos y palmas,
   palmas y ramos…