¿Quién fue el canalla que dijo
que Jesús de Nazaret
quiso morir en la cruz?
¿Qué teólogo blasfemo sugirió
que Dios, su Padre amoroso,
le hizo crucificar?
¿Quién quiso disimular
la culpa hedionda y macabra
de todos los responsables
de aquel crimen?
Los cuatro evangelistas
acuden a los salmos
para poner en labios de Jesús
agonizante
las palabras más próximas
a su íntimo ser.
Sabemos qué es ser hombre.
No sabemos qué es ser Dios.
Tampoco cómo es
un hombre habitado y poseído
por la Divinidad. (Col 1, 19)
Pero hombre como era
Jesús de Nazaret,
hombre perfecto, al decir
de un Concilio venerable,
sufrió la norma implacable de la muerte,
con todo el horror
de los crucificados.
Vivió y murió invocando
la fuerza de su Padre,
buscando su cercanía,
la que libra de los perros rabiosos,
la que salva de las fauces furiosas del león
y defiende de los cuernos feroces
de los toros de Basán.
Su grito apocalíptico (Mc 15, 37)
fue la muerte del hombre más justo
de la Tierra.