Virgen del Puy de Estella

Durante todo el año subíamos al Puy.
Cerca estaba el colegio que llevaba su nombre,
la Escuela Profesional
y, en la cima del cerro,
la Casa de Ejercicios.
Pero en mayo el santuario verdecía de gloria
y era el centro de Estella y de toda la comarca.
Las rosas, los jacintos y alhelíes
perfumaban
la girola transparente ideada por Víctor Eúsa,
y la docta geometría de la estrella
se inundaba de luz.
La lluvia luminosa caía desde el cielo,
como el día en que rudos pastores
dobleros, de Abárzuza,
la encontraron en la cueva legendaria
tras la huída de los moros.

La Virgen del Puy no era sólo una gótica escultura,
un tema más de examen
en el curso de arte local.
Era viva y presente. Ingrávida y cercana.
Su rostro ovalado y sonríente
traslucía el secreto jubiloso
de nuestras almas jóvenes
que soñaban un mundo así de bello y delicado,
así de justo, de limpio y de fecundo,
donde era aún posible
la plena felicidad.

Éramos tan jóvenes entonces,
que nadie en el mundo podía detenernos,
ni había obstáculo a la vista
que pudiera empañar nuestros altos propósitos.
Don Javier, el viejo capellán,
se reía, compasivo, de nosotros;
oía ya muy mal, y todos mis alumnos
solían confesarse con él.

Los pinos, todavía pequeños,
nos dejaban mirar, una a una,
las calles y las casas de la vieja ciudad.
Pasabamos ratos contemplándolas:
de San Pedro de Lizarra hasta Ayegui,
del colegio a la cruz de los castillos.
El mundo era ya nuestro
y todo parecía a la altura de la mano.

Profesor de historia y arte,
nacional y universal,
tenía a cada paso que nutrirme
de la esencia de aquel
prieto burgo de francos,
convertido en ciudad
asentada a la vera del Camino,
a la que yo quería
como un nuevo enamorado.

Era mayo, el mes adolescente,
y a todos mis alumnos les dolía la vida
como un poema inédito,
como un amor que acaba de nacer.
No era sólo la Madre celestial,
a quien yo les comendaba.
Era el punto de arranque y la senda más fácil
a la última meta.
Eran todos los símbolos en juego:
de la  luz, de la paz, la belleza y la dicha infinita…
Era toda la vida que se abría de pronto,
como amor universal,
al olor de los pinos,
a los pies de la Virgen del Puy.