Un ex alcalde de Fitero

Se nos ha muerto, con unas pocas semanas de enfermedad, Carmelo Aliaga, alcalde de Fitero -nuestra fronteriza villa termal y puerta del Císter- desde 1979 a 1991. Recuerdo vivamente aquellas Fiestas patronales, aquella Fiesta de San Raimundo, aquella Fiesta del Barranco, y otras muchas ocasiones de encuentro, de preocupación, de trabajo y de alegría compartida, incluida una de las visitas de ediles navarros al Parlamento Europeo, entre los que estaba Carmelo. Fue un buen alcalde, un gran alcalde, unos de los mejores regidores que ocuparon la primera magistratura municipal en Navarra en los años no fáciles de la Transición y de la posterior consolidación democrática. En una villa que, por razones históricas y otras más, pudo ser seriamente conflictiva, la rectitud, la bonhomía, la serenidad y el sentido de la concordia de Carmelo con todos, comenzando por la oposición municipal, hizo de ella un caso ejemplar de convivencia y de buen trabajo. Siempre amable, siempre presto, siempre positivo, siempre cercano. Otros podrán decir mejor que yo los frutos concretos y tangibles recogidos en Fiitero gracias a esa actitud y esa conducta, que han seguido siendo recordadas, elogiadas y algunas veces, ay, echadas en falta con nostalgia entre sus paisanos. Hoy he visto en las calles del pueblo, en las cercanías de la Casa Consistorial, en los pasillos y estancias de la misma, en la capilla ardiente -demasiado bulliciosa para mi sentido ritual- y, no digamos, en la esplendorosa iglesia monacal, la respuesta masiva, afectuosa, verdaderamente condoliente del pueblo que le votó o no le votó, que le respetó y que, de un modo u otro, le estimó y quiso como vecino, padre de familia, alcalde y ex alcalde. Todo el campo, regado o no por el Alhama -del que Carmelo fue un profesional cualificado-, en este día estallado de primavera, olía a resurrección y transparentaba la alegría contagiosa de este segundo domingo de Pascua. Día para mí no sólo de muy fuertes emociones, sino también, e inseparablemente, de intensos recuerdos, confirmadas convicciones y arreciados propósitos.Y la pena de no haber compartido con él alguno de sus penúltimos ratos de vida, pensando, tal vez con demasiada comodidad, que podríamos vernos más tarde. El “mañana, mañana” de todos los perezosos, siempre remordidos.