Tiempo penitencial

Siempre es tiempo penitencial.
Frente a todos los puros y perfectos,
que dicen no tener de qué arrepentirse,
siempre podemos limpiarnos la conciencia,
en el mejor de los casos,
de faltas y omisiones,
que todos, más o menos conscientes, 
muchas veces cometemos.

Perdona a tu pueblo, Señor.

Pero es bueno, al menos una vez al año,
abrir un tiempo de silencio y de templanza,
de reflexión serena y autocrítica,
en pos de los profetas inmortales
y de Juan el Bautista y Jesús de Nazaret,
en algún desierto amigo que nos sea cercano.
Y ayunar de costrosas costumbres y protervias,
ponderando a la vez la humana finitud
y la forma divina de  poder equilbrarla.

Raramente vestimos hoy día de saco y de ceniza,
raramente rompemos en llantos y gemidos
por calles y por plazas,
ni siquiera entre el templo y al altar.
Y el Maestro nos instó a llenarnos de risas los labios
y a cubrirnos de ungüento contagioso,
los días de máximo rigor y contundencia.

Tampoco es el nuestro un desierto palestino:
nos basta abrir cada día el telediario
o recorrer las últimas noticias de la Red,
para saber cargar, humildes y fraternos,
con la porción amarga que nos toca
de todos los errores y horrores de este mundo.
O bajar a la calle y pararnos con la gente.
Una nueva manera de inquietante penitencia,
que no puede cargar
cualquier buscado chivo expiatorio,
del que hablan las ingenuas tertulias del café
y las sabias tertulias de la radio.

Qué alegría, pues, que alguien nos recuerde,
en medio de la tonta placidez
o del ácido hastío de los días,
este tiempo de gracia saludable,
este tiempo de hondura y vaciamiento.

Perdona a tu pueblo, Señor.