San Pedro y San Pablo

¿Cómo es posible que el Imperio Romano, tan tolerante con las religiones extranjeras, mantuviera durante tres siglos una actitud de intolerancia y persecución contra los cristianos?, se pregunta el patrólogo de la Universidad de Navarra, mi amigo Domingo Ramos Lissón, que acaba de publicar un precioso librito de sólida divulgación para universitarios, La fe de los primeros cristianos. La respuesta no se hace esperar: La religión cristiana no se presentaba como un simple culto religioso, a la manera de los misterios de Eleusis o del culto a Sérapis, sino que rechazaba como falsas todas las divinidades paganas, incluidas las que constituían la religión oficial romana. No era el suyo un dios particular, sino el único Dios verdadero, cuyo culto se extendía a todos los pueblos. La primera persecución, promovida por Nerón, que declaró a los cristianos responsables del incendio de Roma, costó la vida a las dos columnas de la Iglesia cristiana, Pedro, primer obispo de Roma, y Pablo, decapitado en la via Apia, el año 67. Y con ellos, al decir de Tácito, una ingente multitud de cristianos. Fueron los primeros testigos (mártires, en griego) de la vida y la muerte del Maestro. Nuestro gran poeta cristiano Aurelio Prudencio les cantará en su Peristephanon, en el siglo V: Cristo bueno jamás negó cosa alguna a sus testigos; testigos a quienes ni la dura cadena ni la misma muerte arredró jamás para confesar al Dios único, aun a costa de su sangre. ¡De su sangre! Mas este daño está bien pagado con más larga luz de gloria .