Sábado de Pascua (Luc 24, 36-43; Jn 20, 19-23)

Las puertas cerradas, candadas de miedo,
velan los discípulos su triste orfandad.
Jesús se presenta, sorprendiendo a todos
con su acostumbrado saludo de paz:
la paz, que es presencia de Dios en la tierra,
sentido y aliento de la humanidad.

Ellos, asombrados, cautos, recelosos,
anque entusiasmados de verle llegar,
dudan de que sea aquél a quien vieron
hace cuatro días llevarlo a matar.

Y el Maestro amable les muestra su cuerpo,
que es de carne y hueso, y no fantasmal:
sus pies y sus manos, a la cruz clavados,
su costado abierto después de expirar.

Es el mismo Cristo, con el que vivieron,
que habla y que come como un hombre más.
Por Dios levantado de la misma muerte,
para siempre es hombre y hombre celestial.

Su cuerpo glorioso, sin tiempo ni espacio,
le hace poderoso, le hace inmaterial.
Es la vida misma venciendo a la muerte.
Es primicia humana de la eterrnidad.