Profesores de religión

Oigo en una tertulia radiofónica a un representante de la Asociación de Profesores de Religión con motivo de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el recurso de una profesora despedida por conducta no apropiada a su misión de enseñante de religión. No me hubiera gustado que este señor me hubiera enseñado religión en clase. Mejor estaría enseñando geografía o geometría, o quizás no enseñando nada. Entre enseñar el catecismo en casa, en la iglesia o en el salón parroquial, y enseñar religión como una mera asignatura, igual que las matemáticas o la gramática, hay un punto medio, que pide el sentido común y el respeto a la confesión del niño y de sus padres. Quien no lo entienda así está fuera de juego. Se lo podían enseñar en Alemania, Holanda o Bélgica, y en cualquier país donde el Estado reconoce a las Iglesias, corporaciones de derecho público o no, esa facultad. A no ser que alguien quiera, en nombre de la laicidad, del aconfesionalismo o del laicismo, que el Estado nombre los profesores de religión , decida quién la enseña bien o mal y hasta cómo se enseña. La cuestión más delicada creo que está dentro de cada confesión y de cada iglesia. Ahí es donde el diálogo y el debate son posibles y recomendables. Dentro de una casuística interminable, hay casos y casos, márgenes, límites, exigencias y perfecciones. Hoy no es ayer. La teología y la moral actuales no son las del siglo XIX, aunque la cristianía -la médula de la fe y de la moral cristianas- sea la misma. Tampoco el laicado de nuestros días -al que pertenecen seguramente la mayoría de los profesores de religión- tiene por qué hacer buenas, cuando se presenten, todas las pretensiones y condiciones de un cierto clericalismo. La cosa, ya digo, se las trae, y es necesario poner toda la inteligencia, voluntad y sentimiento posibles en buscar la mejor salida, porque solución, lo que se dice solución general, para todos y en cualquier caso, es imposible. Y evitemos andar de tribunal en tribunal. Y, no digamos, lanzar a diestro y siniestro condenas, descalificaciones, desprecios y burlas. ¡Cómo se divierten con eso los anteclericales de profesión, periodistas o no! Eso sí que no entra en clase de religión ni en religión de ninguna clase…