Órdenes religiosas

La disolución, la expulsión o  una ley especial que redujera el poder y hasta los derechos de las órdenes y congregaciones religiosas fue uno de los puntos más polémicos y conflictivos durante los dos primeros años de la Segunda República Española. Pero la cosa venía de muy lejos. Ya a finales del siglo XVIII, la crítica constante a las órdenes y congregaciones se debía sobre todo, al decir de los que la hacían, al desmesurado número de conventos y miembros regulares; al desproporcionado número de legos y criados; a las innmunidades de que gozaban frente a los obispos; a la condición mendicante de la mayoría de los conventos; a la temprana edad  en que se hacían los votos; al abandono intelectual de muchos de esos religiosos; a las grandes fortunas y propiedades de no pocos establecimientos monásticos y conventuales, que las habían recibido, en buena medida, de la devoción popular. En una memoria dirigida a las Cortes de Cádiz, escribía el obispo de Menorca, diócesis muy pobre: “Vemos tanos monasterios, conventos, y santuarios riquísimos y colmados de bienes y posesiones, mientras que tantas parroquias y vicarías apenas pueden sustentar a sus infelices fábricas…”