La resurrección de Lázaro

(Quinto Domingo de Cuaresma, Jn  11, 1-44)

 

Murió Lázaro, amigo de Jesús,

que vino a traer a los hombres

la vida más abundante.

Jesús lloró la muerte de Lázaro

y el dolor amargo de Marta y María,

sus hermanas,

que contempló a la luz

de la gloria del Padre

y de la fe de todos aquéllos

que creían en él.

 

¿Aguardó a que su amigo muriera

para hacer un milagro?

No era Jesús de Nazaret

ese torpe milagrero.

Si hubiera estado allí, el día de la muerte,

como Marta y María argumentaban,

¿su hermano no hubiera fallecido?

¿Quizás la curación

del amigo enfermo de Betania

se convirtió después en la versión

de un muerto resucitado?

¿Fue una hermosa parábola tal vez

del evangelista Juan,

 el buen teólogo, prefigurando

la muerte gloriosa de Jesús,

resucitado por Dios de entre los muertos?

¿O le hizo salir,

con recia voz mesiánica,

como dice la letra misteriosa,

de la triste hediondez

del sepulcro de piedra,

soltándole las vendas de la muerte?

 

 

Importa menos

el núcleo original del relato,

que responde a un hecho conocido

en la iglesia primitiva de Juan.

Importa más

su intención teológica:

Es el triunfo de Jesús sobre la muerte

del amigo,

a través de su muerte pascual.

El triunfo de la luz

antes que llegue la noche.

 

Jesús era

el que había de venir

al mundo.

Él es la resurrección

y la vida.

Marta la tiene delante de sí.

Todo el que cree en Él,

aunque haya muerto, vivirá.

Y todo el que vive y cree en su palabra

nunca probará las hieles de la muerte.

 

Lázaro, sí, sal fuera.

Y todos al punto salgamos con él.