El toisón de oro

 

       En la linda, emotiva y muy significativa ceremonia de ayer, de la imposición de la Orden del Toisón de Oro por el rey Felipe VI a la princesa Leonor, en uno de los días más aciagos del separatismo catalán, más que en los argonautas de Jasón de mi admirado Apolonio de Rodas, que fueron a la búsqueda del carnero mítico hasta la Cólquida, al fin del mundo, y más que en la complicada historia del Ducado de Borgoña, con todos los antepasados de nuestro rey Carlos, primeros Jefes y Soberanos de la Orden, pensé en el fastuoso  Capítulo XIX de la misma, presidido por aquél, junio de 1519, en la capilla central de la catedral de Barcelona, que desde entonces muestra el esplendor de los artistas renacentistas, contratados para la ocasión. El nuevo rey de España preparó con todo esmero con mucha anticipación aquella serie de festejos que llevaba consigo el Capítulo: religiosos, diplomáticos, culturales, sociales, deportivos… Ya para  Jasón la piel y el vellón (toisón) del carnero sacrificado, convertido después en la constelación Ares (carnero), era símbolo de la realeza legítima, la que el héroe legendario iba buscando para poder ser rey legítimo de Yolcos en Tesalia. Y algo parecido fue para el tatarabuelo de Carlos, Felipe el Bueno de Borgoña, casado con la portugesa Isabel de Avís, fundador de la Orden, y para muchos Soberanos de la misma, que hicieron de ella un intrumento no sólo de prestigio y poder, sino también de buenas relaciones con los otros reyes y príncipes del mismo tiempo y cercanos espacios. A ella pertenecieron también en el siglo XV Alfonso el Magnánimo, rey de Aragón, Sicilia y Nápoles; su hermano Juan II de Aragón y Navarra, y el hijo de éste, Fernando el Católico. Carlos de Austria, de Borgoña y España, nº 111 de los galardonados con el collar en 1501, se sirvió de la Orden para su firme y exigente proyecto del Imperio cristiano, formado bajo su cetro por todos los príncipes  dispuestos a enfrentarse con la Sublime Puerta del Imperio islámico turco, enemigo número uno entonces de la Cristiandad.- Claro que el discurso del rey de España, Felipe VI, a su hija tenía que ser muy distinto de aquellos históricos discursos, pero tiene en su contenido pedagógico el valor de los mejores principios para un rey o una reina de nuestro tiempo: la legitimidad la da sobre todo el conjunto de virtudes personales y cívicas al servicio del pueblo al que representan y simbolizan.- Lástima que en toda esta alocada presencia del iluminado Puigdfemont en Bruselas, nadie nos haya hablado de las andanzas de nuestro rey en la capital flamenca y de los muchos recuerdos suyos en todos los centros de Flandes. Y tampoco de los consejeros áulicos y diplomáticos flamencos y borgoñones en España.Y ni siquiera de la larga estancia del futuro emperador europeo y universal, el año 1519, en Barcelona, poco antes de viajar para ser coronado en Bolonia, ¿A nadie le evocaba todo eso la presencia del expresident?