El teólogo Torres Queiruga

El 30 de abril de 2012, la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, de la Conferencia Episcopal Española, publicó una Notificación sobre algunas obras del profesor AndrésTorres Queiruga. No se trata propiamente de una condena, pero denuncia desviaciones, concretándolas en siete preguntas, que afectan a verdades de fe. El profesor Torres Queiruga, a quien yo leo desde hace muchos años, uno de los teólogos más fértiles y relevantes de España, es profesor de filosofía de Religión en la universidad de Santiago de Compostela -menos mal para él-, y es él único teólogo español del Comité Editorial de la Revista Internacional de Teología, Concilium, la más prestigiosa y leída en el mundo. Para entender este nuevo disparate, este nuevo conflicto -los ha habido mucho más dramáticos, claro- entre jerarquía católica y teólogos católicos, hay que leer, por lo menos, la nota que el teólogo gallego publica en el últrimo número de la citada revista internacional. Pero ahora quiero sólo fijarme en un punto de la hermnéutica de esa Notificación que, según Queiruga, viola normas fundamentales de toda hemenéutica correcta. Comienza diciendo la Comisión Episcopal que ha mantenido un diálogo extenso y detenido con el Autor. Pero el autor afirma en conciencia que eso no es verdad: desde 1998 en que se inició el procedimiento hasta la conclusión en 2012, sólo la víspera de la aprobación en la Permanente se celebró un encuentro de unas dos horas [y solicitado por el reo]; antes nunca nadie había buscado o procurado oficialmente diálogo. Todo lo demás ha quedado viciado por este error fundamental. Parece mentira que, teniendo como tienen estos obispos-jueces toda la historia de la Iglesia por delante, como máxima maestra de la vida, como espejo de tantos errores cometidos por la jerarquía eclesiastica en este terreno, no hayan aprendido aún elementales medidas de cautela, de prudencia, de humanismo, y aun de fraternidad y de caridad cristiana básicas, no sólo para acertar en el juicio, sino también para evitar un escándalo más, y al mismo tiempo el sufrimiento intenso a un maestro  teólogo, maestro de sacerdotes,  de profesores de religión y de teología, maestro de obispos, de sínodos y concilios regionales… Tal vez, como bien supone el autor de Fin del cristianismo premoderno, ese desprecio, esa inhumanidad de ciertos obispos-jueces, ridículamente solemnes y seguros, proviene de la negación práctica  de toda competencia al trabajo de los teólogos, que santo Tomás calificaba de magisterium cathedrae magistralis al lado del magisterium catedrae pastoralis, tema al que dedicaba un lúcido estudio hace pocas fechas el autor, sospechado por sospechoso. ¡Como si los teólogos, gracias a los cuales hemos recibido y entendido nuestra fe, carecieran de toda cualidad de maestros y no participaran, en manera alguna, de la autoridad de Cristo!