Andy Warhol en Zaragoza

Contemplando una y otra vez las 99 obras  de Andrews (Andy) Warhol, hijo de emigrantes checos, expuestas en la Ibercaja Patio de la Infanta, de Zaragoza -una pequeña parte de sus más de  1.100 creaciones-, tras su primera salida de su sede de Pittsburg y de los Estados Unidos de América, uno llega a entender por qué  llegó a ser la figura más relevante del pop-art y todo un símbolo de modernidad, apreciado por los intelectuales más en boga del momento. Pintor ya desde niño, grafista, cineasta, productor musical y empresario, desde 1946 a 1986, tuvo todas las oportunidades en el centro político y cultural del mundo para ser testigo de su tiempo, retratar sus poderíos y sus debilidades, y para influir en sus gustos y estéticas, más que la obsesiva creación de Andy Warhol como imagen, icono  y marca comercial, en las múltiples formas que utilizó, y más que los retratos formales hechos de encargo, que le hicieron vivir en la abundancia, me parece que quedarán como sus obras más significativas esos retratos creadores, hechos con los negativos de fotomatones y, después, con los de su máquina polairod, de políticos, plutócratas, artistas, deportistas…, conocidos en todo el mundo, y de gentes del común, casi siempre en acrílico y tinta de serigrafía, retocados, coloreados, sublimados o humanizados por él, que los convierte en estrellas, en seres originales y sagrados del siglo XX, norteamericano o no, y para siempre. Esas cabezas-máscaras, esos cuerpos-bellezas geométricas o biológicas, esos labios bermellones de mujer con un trazo blanco… Un retrato de un mundo dinámico, poderoso y conquistador, que ha modelado buena parte de la constelación simbólica de lo que llamamos nuestro tiempo.