Tres recorridos por la otoñada (III)

Este año, las uvas me vinieron a tiempo, desde primeros de octubre, de varios sitios: de Lerín, de Mañeru y de Falces. Pero la gracia de racimar en una de las viñas del imperio del Rioja no me la quita nadie. Así que, una vez que la vendimia, este año tan tardía, terminó en la Rioja alavesa, nos fuimos para allá, en medio de noviembre, al dia siguiente de haber llovido un poco.- Antes de llegar a Logroño, cogemos la despejada carretera de Laguardia (la guardia de Navarra), uno de los más preciosos pueblos de España y bien conocida de los viajeros. Laguardia es hermosa ya desde lejos. Por si el tiempo cambia y por la tarde nos impide el festejo, detenemos el coche junto a una viña cercana y bajo con mi cesta y tijeras, como un vendimiador añoso, tintado por todos los soles del otoño. Hay mucho barro, me hundo un poco más cada vez que me muevo, pero en las cepas a mi alrededor hay suficiente cosecha de uva redonda, dura, entre morada y granate -variedad tempranillo- para llenar la cesta en menos de diez minutos. En el ribazo me desprendo como puedo del barro de las botas, ante la risa perezosa de mis compañeros, y entro al coche como un campeón del racimaje, ese menester útil y humilde que aprendí de chico cuando racimábamos cada año “para las Misiones”. Rodeamos la villa cimera y vigilante por el este y seguimos hasta Samaniego, de donde le vino seguramente el nombre al escritor laguardiés, que  tan buenos ratos nos ha hecho pasar con sus fábulas. Pocas veces habíamos visto las vastas extensiones de viñedo con colores tan transparentes y vivace: el púrpura-granate-morado de las viñas de tempranillo, y el amarillo-limón de las de viura, y algún que otro color intermedio, que seguramente corresponde al mazuelo o a la uva blanca. En Samaniego, cabeza del antiguo Tercio de Samaniego, contemplamos la iglesia barroca del  XVI, recostada sobre el único torreón circular que queda de la que fue avanzada de las fortificaciones de la plaza fuerte de Laguardia, a la que el lugar pertenecía, frente a la frontera de la Sonsierra. Recorremos las calles solitarias de este pueblo de poco más de 300 habitantes, limpio y familiar. Una mujer vuelve del huerto con unas acelgas haciendo aspavientos con el frío que hace. Nos asomamos a las puertas, entreabiertas, de las bodegas –upategiak– Remírez de Ganuza, una de las nueve grandes del pueblo, pero suena una alarma y nos vamos. Más tranquilos vemos el exterior del palacete del XVIII, llamado Casa del Cura, convertido en hotel con encanto el año 1997. En la casa consistorial luce un espléndido escudo del tiempo de Carlos V, que no parece interesar a nadie, por lo que leo después. Seguimos la ruta del Terccio de Samaniego y vemos -camino de Elciego, que conocemos bien- Villabuena de Álava, pueblo de parecida población que Samaniego, con 43 bodegas de pequeños viticultores y una inmensa, Luis Cañas. Llegamos, sin detenernos, hasta Baños de Ebro, que durante la edad medias se llamá Baños de Navarra, con similar número de habitantes y similar número de bodegas, en torno a la iglesia de Nuestra Señora la Antigua, barroca también. El reino de los viñedos circundantes nos parece tan perfecto, que damos una vuelta por los aledaños, pensando entrar luego en el pueblo, pero continuamos por un carretil que nos lleva… a Samaniego. Continuamos, pues, viaje hacia Labastida-Haro, pero, al llegar cerca de San Vicente de la Sonsierra, otro punto de nuestras excursiones, nos ladeamos hacia Rivas de Tereso, que no conocemos, ya en el somontano, ladera baja de la sierra de Cantabria, cubierta ahora de nubes de nieve, y donde seguramente está nevando. Nos olvidamos de Haro y su museo. El nuevo paisaje nos fascina y, sin visitar Rivas, subimos y subimos, despacio, hasta el mirador, levemente nevado. Nos bajamos, chanceamos con la nieve, contemplamos embobados el inmenso lago, mejor lagar, púrpura-granate-morado-limón a nuestros pies, mientras nieva a nuestras espaldas, en pleno otoño. Dificilmente podríamos encontrar una ocasión como ésta. Nos adentramos, pues, en la sierra de Cantabria, entre las hayas nevadas, mientras sigue nevando. Vamos como encantados, junto a grandes y puntiagudas rocas, ahora blanquecinas, los hayedos cada vez más multicolores, mágicos. Y así llegamos al otro lado de la sierra, en la cuadrilla alavesa de Campezo,  a Peñacerrada-Urizaharra, que nos parece una aparición…