Tres recorridos por la otoñada (II)

Queríamos ver la sierra de Urbasa, una propiedad de todos los navarros, en la plenitud del otoño. Lo conseguimos esta vez. Subimos por donde hay que subir, por Olazagutía: cada larga curva era una nueva exposición otoñal, con tiempo para examinar todos los colores del arco iris del hayedo. Desde Portugain, o alto del puerto, echamos una mirada compasiva sobre el valle, mordido aqui y  allí por las extracciones de la cementera pionera del pueblo, que ha dado de comer a tantas familias trabajdoras, incluso a las que ha conturbado con sus muchos humos. Un ramillete de flores artificlales recuerda cerca del borde del precipicio, a alguien que se cayó o se tiró hacia el abismo. Hasta en los momentos má altos de la belleza de la vida se nos cuela el memento mori. Las hayas de la entrada a la sierra, batidas siempre por el cierzazo que irrumpe por el puerto, ya no tienen hojas. Parece vacía la casa forestal, donde se anuncia información. Es noviembre y hace buen tiempo. De vez en cuando reaparece el sol. Andamos un rato. Varios grupos de montañeros, madrugadores, vuelven ya a los coches aparcados en los sitios señalados cerca de la casa. Cogemos nosotros también el coche y nos adentramos por la pista que va a Otxoportillo, o portillo del lobo, a 13 kilómetros de aqui. Esta vez no paramos en el lugar de la sima siniestra, cubierta artísticamente por dos planchas de cobre, que cobijan tambien la placa conmemorativa. Vamos despacio mirando todas las hayas, y todos los colores de las hojas, que en los primeros cientos de metros están ya despidiéndose: del gris plata al granate, pasando por el sepia, el marrón, el verde haya, el ámbar, el amarillo, el gualda, el naranja, el limón, el rosicler, el rosa, el rojo rubí… Pero cada color se mezcla con el otro y ya no bastan los colores primitivos y singulares. Conforme vamos adentrándonos en el bosque y bajando, las hayas están más hojeadas y forman conjuntos del primer otoño y del otoño pleno, como nosotros queríamos. Además, cada haya, si bien se mira, es un mundo, con plinto de rocas propias, su musgo verde espeso que le cubre los hijares, su fina corteza blancuzca encallecida, su ramaje vertical que busca el sol y el horizontal que marca con sus largos brazos extendidos su territorio natural. Hasta los espinos resistentes de los calveros, ya pelados del todo, y el tronco modelado por todos los vientos y huracanes, presentan una dignidad casi animal, que merece nuesta atención. Algunas uvalas parecen precipicios y algunas dolinas escondites de los animales del bosque. Bajamos y subimos levemente en la misma pista. Divisamos pequeños cresteríos de rocas, y paredes, a izquierda y derecha, casi regulares, que parecen obra de hombres primitivos. Los hombres neolíticos siempre están presentes en el bosque y cualquier combinación de piedras amontonadas o esparcidas se nos antojan dólmenes y cromlecs, aunque en la excursión de hoy no vemos, tampoco buscamos, ninguno. En uno de los rasillos soleados nos paramos a zampar los bocadillos. Y seguimos hasta el kilómetro 10, cerca de la ruta norte a la ermita de Santa Marina, patrona de un mar verdgrisrojizo, ondulante de hayas. En esto que  comienza a llover blandamente.  Cambia por completo el paisaje en sólo unos minutos. Ahora todo el horizonnte es un velo brumoso, tras el que van apareciendo los fantasmas, cada vez más abultados, de las hayas. Tomamos un café en el activo, tranquilo y poblado campin de Biotza, y tornamos por la pista tradicional del sur, con tantas vivencias como recuerdos: la fuente de los mosquitos, el raso grande, el palacio abandonado y siempre lamentado, el frontón a la intemperie, la residencia de los capuchinos… La bajada hacia Zudaire es otro lugar santo del otoño, pero nos coge ya ahitos. Nos paramos unos minutos en el mirador frente al nacedero del Urederra, y nos prometemos llegar hasta el extremos alto de la cárcava en la primera ocasión: con sol o con nieve. Ya en la planice amescoana y valdegana, entre los chopos, los álamos y las mimbreras del Urederra y del Ega, nos parece que hemos visto el otoño en carme viva, y hasta que lo hemos encarnado en nosotros mismos.