Óxido de octubre

Acaso los versos más sencillos, directos y hermosos sobre el otoño sean aquéllos dos que escribió José Hierro y que componen este delicioso pareado heptasílabo:
El álamo se cubre
del óxido de octubre.
El óxido es una sencilla imagen cotidiana que no significa aquí pérdida de electrones ni tampoco solamente orín. Quiere decir, con el lenguaje rompedor de la poesía: esplendor, resplandor, fulgor. El estallido de la vida en el otoño, que veo ahora mismo desde la ventana norte de mi casa, asaltando, uno a uno, a todos los árboles que levantan de luz la grave Ciudadela medieval. Si el poeta hubiera dicho que el álamo se oxida o que vio un álamo oxidado, jamás hubiera entrado tal vulgaridad en la historia de la literatura. Y es que el otoño natural nos parece tan bello, tan cumplido y amable, porque sabemos que tras las hojas despedidas por los últimos vientos, y el invierno pluvioso y nivoso, verdeará la primavera su nueva moda, siempre clásica, y volverá cada árbol a ser un prodigio de elevación y de vitalidad hasta que el óxido lo transfigure. No es fácil, en cambio, ver ese fulgor en la octubrada del hombre, en eso que llamamos, con un leve tono compasivo y triste, el otoño de la vida. Sólo una inteligencia amorosa, mejor aún si iluminada por la fe, podrá ver en el cada vez más frágil y tembloroso álamo de nuestra decadencia física esa luz madurada y estallante que va acercándonos a la plenitud.