Nieve en Roncesvalles

Antes de que los medios de información traten a la nevada de hoy como catástrofe nacional, y nos hablen sólo de accidentes, atascos, pueblos sitiados, carreteras cortadas, trenes y vuelos suspendidos…, sin recordar siquiera que la nieve, apenas vista este año, es el regalo nacional por excelencia, me recreo en Roncesvalles -sede de un encuentro cultural suspendido por la nieve-, contemplando, a primera hora de la mañana, esta solemne y general bendición del cielo que es una nevada sobre la tierra. El mundo, recreado del todo, es poco más que cien metros a la redonda. El cierzo helador remueve la nieve caída sobre el tejado casi vertical de la Colegiata, juega a volver a nevar y rellena el espacio de nevisca embarullada. Los dos abetos blancos, doblada la testa, están de brazos caídos, las manos en los grandes bolsillos de las ramas, habituados ya a su vegetal resignación, un poco confusos porque sienten ya por dentro, impelente, la primavera. Los tilos del pasillo central han logrado sacar sus tallos enhiestos de entre la nieve y apuntan decididos a su impulso primaveral. Pasa un cuervo de vuelo corto, como si quisiera emborronar un papel en blanco. Al quitar el cerrojo y abrir la pesada puerta de la casa canonical, me parece que rompo y profano un silencio y un ámbito sagrados. Soy el primero hoy en pisar la nieve del Camino pisado por millones de peregrinos a través de doce siglos, y me hundo literalmente en su memoria y en su magia. La nieve es blanda y agradecida como una leyenda. Y yo me dejo envolver por ella.