Los cinco castros de Miranda de Arga (I)

 

              Este sábado final de la Cuaresma ha amanecido con todas las bendiciones del sol y del viento primaveral. Desde Mendigorría a Miranda de Arga vamos acompañando al río, junto a campos llanos blindados con postes de riego y, a uno y otro lado de la carretera, espinos y endrinos blancos; exultantes bandas de flores amarillas de mostazas negras, dientes de león, achicorias silvestres, cerrajas, potentillas…; las flores blancas de las mostazas claras, y en algunos regadíos, cardos levantados, así como cerezos y perales en flor.

Al llegar a Miranda, nos saluda, risueña, la torre mudéjar del Reloj sobre el Portalejo, con sus tres nidos de cigüeñas. Y por un laberinto de estrechas calles medievales subimos directamente hasta la explanada de la ermita de Nuestra Señora del Castillo, construida en el siglo XVII con las piedras del castillo medieval, hecho derruir a comienzos del XVI. Por una escaleras anchas ascendemos hasta la torre fusilera del tiempo de las guerras carlistas y muy renovada hace años. Está abierta, las paredes interiores con pintadas, y por una escala mecánica llegamos hasta arriba, desde donde, más o menos, identificamos  los otros cuatro castros que buscamos. Más allá, todo un abanico foral: Codés-Montejurra-Urbasa-Andía-Peña de Etxauri-El Perdón-Alaiz-Higa-Izaga-Pirineos-Bardenas…

Cerca, Larraga, encalada entre pinos; Artajona y su Cerco bravío. A nuestros pies, tierras blancas allende el río Arga, preparadas para la siembra del maíz y el girasol, un tercio de sernas, unas pocas casetas y un pequeño espacio de regadío clásico. El caserío alto de Miranda, de tejados color gris-pardo, que un día recorrí, calle por calle, para describir el pueblo viejo; y caserío bajo, rojiblanco y desperdigado, siguiendo al río y defendiéndose de él en sus habituales acometidas Al oeste de la villa, las quebradas pinosas, plantadas ahora de media docena de molinos aéreos. Y el cerrillo que nos sostiene, rico en ontinas y sisallos, donde todavía podemos ver, entre la maleza, las ruinas supérstites de uno de los torreones angulares del castillo, y el aljibe, que sirvió también a la tropa que custodiaba el fuerte en el siglo XIX. No nos cansamos de mirar en Miranda.

El castro “El Castillo”, “Alto o Cuarto de Moros”, estudiado, como los restantes, por Armendariz, debió de ser por su excelente posición, un centro de referencia comarcal y a él se acogieron, como veremos, algunos poblados coetáneos. En su entorno encontró, ya desmantelado por las obras del castillo, la ermita y el fuerte, restos de vajilla celtibérica.

Acabamos silenciosos ante las lápidas de cuatro sacerdotes del pueblo, cuyos restos descansan en una capilla  exterior adosada al flanco occidental de la ermita, ahora cerrada; entre ellos, José Miguel, que fue durante diez años, párroco de mi pueblo. Una escueta lápida nos separa de aquel torrente de vida y humor que era aquel hombre tan querido. Pero esta mañana bendecida de la primera primavera me da la clave de una cercanía mucho mayor.