Los cinco castros de Miranda de Arga (y II)

 

                           Atravesando el pueblo, vamos hacia el sur, pasando cerca de donde vivíó un primo mío, y por un buen camino vecinal llegamos al pie de las torres de antenas, hacia el castro llamado El Alto hundido, a espaldas de los cortados en la orilla derecha del Arga. Nos cuesta un poco ubicarlo entre varios relieves de terreno, poblado de aliagas y tomillos. Vivo ya probablemente en el Bronce Final y con una extensión de 3.800 metros cuadrados, son muy visibles los fosos y fragmentos de muralla hecha de sillarejo y cantos rodados. Además de los habituales molinos y cerámicas, el arqueólogo puentesino encontró escorias de cobre y goterones de fundición, muestras evidentes de industria metalúrgica. Sus habitantes pudieron trasladarse al castro de El Castillo a mediados de la Edad del Hierro, cuando parece haberse extinguido el poblado. En el llano, al este del viejo castro, se encontraron restos de una villa rústica de época imperial.

Pasamos por el puente al otro lado del Arga y para llegar, en una de sus curvas, al término de San Gregorio, nombre del patrono de una ermita ya desaparecida y que da también título al castro, hoy irreconocible, donde se encontraron cerámicas del Hierro Final. Hoy ocupan su amplio espacio original una pieza de labor, un camino vecinal y varias huertas semi abandonadas, con cardos gallardos y algunos árboles frutales.

Desde nuestro observatorio privilegiado vimos el castro de Panadiago mejor que ningún otro, en un espolón escarpado, a 600 metros del río, bien aterrazado, convertido en tierra de labor. Las piedras del recinto amurallado fueron empleadas en su día para la construcción del corral Val de Villoco en el piedemonte. Cerámicas manufacturadas, molinos barquiformes y percutores de piedra mostraron señales de vida ya en el Bronce Final hasta finales del Hierro Antiguo. Carbones y cenizas indicaron un posible término trágico, lo que nos hace pensar en un traslado de parte de sus habitantes a otro poblado vecino.

Siguiendo en dirección norte, damos fácilmente con el quinto de los castros, Alto de Cabezaguarín, de una extensión parecida al anterior, en torno a 9.000  metros cuadrados, cerca de los arroyos La Sarda y San Gil, ahora también finca de labor, desmantelada ya toda estructura y defensa del poblado, donde se hallaron cerámicas manufacturadas y celtíberas, así como molinos de piedra. Procedente del Hierro Medio o Final, sus habitantes bajaron al llano en tiempo de Augusto, como en tantos otros sitios, por propia voluntad o por imperativo legal, como no se decía entonces. La estampa actual del viejo castro es un espeso pinar.

Si yantamos junto a la ermita, tomamos a media tarde un café en el Carranza, el antiguo Avenida de nuestros antiguos encuentros, a la sombra del palacio de los Colomo, hoy sede municipal. Hay un hervor festival en el mocerío sedente de la terraza. Y es que, nos dicen, son las Fiestas pequeñas. Es verdad: por eso está ahí el carromato de los chuches. Y en esto que llega el camión con la orquesta Pasarela a festejar la noche.

Y todavía con la bendición del buen sol y del buen cierzo de finales de marzo, por la carretera de Tafalla, volvemos a Pamplona.