(Segundo domingo de Cuaresma, Mat 17, 1-9)
En el monte Tabor, el nuevo Sinaí,
es decir, en la bella parábola
del docto pedagogo evangelista,
Jesús de Nazaret aparece delante
de Pedro, Santiago y Juan,
como el nuevo Moisés:
el rostro luminoso como el sol,
los vestidos de nieve perpetua.
La Ley y los Profetas
-Moisés y el viejo Elías-
le acompañan,
porque Él viene a darles cumplimiento.
Tan grato y confortante es el prodigio,
que hasta Pedro se siente capaz
de hacer allí tres tiendas:
una para Jesús
y sólo otras dos para sus huéspedes.
De repente,
en la nube de Dios, que de gloria los envuelve,
la recia voz divina proclama a todo el mundo
el amor a su Hijo predilecto
que ha venido a este mundo.
Tan recia es esa voz,
que Pedro, Santiago y Juan
dan con el rostro en tierra,
teblorosos de miedo
-¡Oh, poder del Terrible y Fascinante!-,
hasta que el Maestro y el Amigo
-¡Humanidad perfecta y cotidiana!-
los hace levantar
y le ven sólo a Él
como era un rato antes.
Qué hermosa la parábola
del docto pedagogo evangelista.