La conversión del agua en vino

Acabo de escuchar la homilía de la misa de hoy, tercer domingo de enero, en una parroquia  próxima a la mía. Cuán diferente de la que era hasta hace bien poco tiempo la homilía común de las Bodas de Caná. Pero el sacerdote que presidía hoy la Acción de gracias es un hombre culto y leído, curtido entre emigrantes españoles en Francia y en Luxemburgo, donde yo le conocí y traté, que ayuda ahora, en sus años de jubilación jubllosa, a los sacerdotes de dicha parroquia.- Qué popular el milagro de la conversión del agua en vino. Hasta hacerse lugar común y referencia metafórica en todas las literaturas de raíz cristiana, tan arraigadas en la tradición bíblica, y objetivo de pintores célebres. Lugar común también de refranes, chanzas y chistes en el imaginario popular. Relato seguramente creado por el mismo evangelista,   donde es difícil identificar un acontecimiento histórico, y dentro de su peculiar exposición de la tradición jesuana, qué hermosa y profunda a la vez, en la nueva versión exegética tras muchos años de estudio, la figura de Jesús como el novio que viene a casarse con su pueblo -siguiendo la tradición profética hasta el Bautista de un Yahvé novio y esposo de Israel-, y se presenta en un banquete nupcial  para reclamar a la novia. De este Jesús, al que todavía no le  ha llegado la hora de su glorificación, que se hace acompañar por su Madre, en su nueva función teológica, se puede decir, como el maestrescuela, que ha guardado el buen vino de la vida de Dios hasta estos días escatológicos, cuando revela su gloria a los que creen en él: ese vino desbordante (cristianismo), en que se han convertido las viejas tinajas de agua de los ritos purificadores (judaísmo), y que se derrama con profusión sobre los invitados al banquete mesiánico de los nuevos tiempos.