Jesús y el Templo de Jerusalén

 

Mc 11, 15-19 + (Mt 21, 12-13; Lc 19, 45-48) y Jn 2, 14-16

Jesús venera el Templo:
es para él la morada de Dios.
Respeta a los sacerdotes y el pago de los diezmos:
a ellos les envía los leprosos que cura.
En el Templo enseña cuando está en Jerusalén,
y celebra con sus discípulos la Pascua,
comiendo el cordero degollado en el altar de los sacrificios.

Pero el viejo Templo de la Ley
está llamado a eclipsarse
en la edad presente, en la nueva Era
de la salvación.

El Templo había llegado a ser,
a través de la autoridad sacerdotal,
el centro de toda corrupción,
de toda avaricia insana,
de todo poder ajeno al pueblo.
Entrando un día en él,
en un acto simbólio y profético,

expulsa Jesús a todos los que allí  venden y compran,
volcando las mesas de los cambistas
y los puestos de los vendedores de palomas,
blandiendo las frases más duras de los grandes profetas:
“Mi casa será llamada casa de oración”
y vosotros la habéis hecho “una casa de bandidos”.

(Un autor cristiano de la Iglesia de Marcos
añadíó a la tradición oral de aquellos días
el relato de la higuera estéril,
maldecida por Jesús,
y seca hasta la raíz,
para anunciar y explicar
no solo la purificación y la reforma,
sino la entera destrucción
del viejo, estéril, estado de cosas).

Por eso los sumos sacerdotes
y sus sabios letrados, los escribas,
buscaban cómo matar a Jesús, a quien tenían miedo,
pues la gente estaba con él.