Intolerancia mutua

 La Monarquía fue para los monárquicos; dentro de ella, por siglos, lo deshicieron todo..., escribía muy retóricamente en 1934, poco antes del golpe “revolucionario” de octubre, el ex ministro republicano Marcelino Domingo en su libro La experiencia del poder. Y continuaba, ilógico y poco democrático: Si la Monarquía era para los monárquicos, la República sólo puede ser, en su dirección, en su marcha hacia la obra plena que ha de cumplir, hacia la realización total de sus fines, para los republicanos. Entregarla a los monárquicos es deshonrarse ellos, es deshonrar la República. Y más adelante, amplificando el disparate y a la vez la contradicción política e histórica: La República ha de tener una aspiración suprema: contener la nación dentro de ella. Es su deber y su fin. Pero para que este deber y este fin se cumplan, la República han de regirla los republicanos. Este fue, para desgracia de todos, el sentido de la Constitución excluyente de 1931. Este fue el pensamiento común, con pocas excepciones, de los que rigieron el primer bienio y el Frente Popular en 1936. Pensamiento que no era distinto, sólo que en dirección contraria, de los llamados monárquicos de entonces, en radical oposición al poder republicano, como se vió a todas luces, poco después. La Dictadura continuó y rebasó toda intolerancia. Afortunadamente el régimen de  monarquía parlamentaria, abierto en 1978, con una Constitución no excluyente y genuinamente democrática, cambió radicalmente aquel infausto curso intolerante. La fiesta nacional de hoy celebra este cambio sustancial como uno de  nuestros grandes aciertos históricos.