I Domingo de Adviento

               

               (Luc 21, 25-28, 34-36)
      

Muchas veces en la historia de los hombres
hubo grandes señales en el sol,
la luna y las estrellas.
Las gentes, angustiadas, consternadas,
perdieron el aliento a causa del terror
y muchas perecieron sin remedio,
sin que nadie les dijese el porqué
de su infortunio.

Nadie, en ningún momento,
-¡qué más hubiesen deseado todos ellos!-
vio venir sobre una nube
con gran poder y majestad
al llamado Hijo del Hombre
sobre la tierra.

¿Un adviento es la vida?
Una corta vigilia, más bien,
entre mil sueños,
crápulas, embriagueces, y afanes numerosos,
donde se ofuscan nuestros corazones.
Vivimos y esperamos
seguir viviendo,
porque imposible es vivir
sin esperar,
pero al Hijo del Hombre
no parece que esperemos.
Cada día que pasa ¿a quién llamamos?
¿qué buscamos de continuo y qué pedimos?

Quizás antes que vuelvan
los mares a bullir,
las tierras a temblar,
los cielos a estrellarse,
nos cazará la muerte con su lazo
y entonces, sí,
seguro que veremos
al que nunca esperamos,
tan cierto, al menos, tan viviente,
venir hacia nosotros.
Y nos pondrá de pie
y tendremos la plena garantía
del genuino Hijo del Hombre,
que al fin nos librará
del miedo y la ansiedad
por los siglos sin fin.