Entre los escándalos y la injusticia

 

          A estas alturas, no podemos sino ponderar y lamentar el inmenso daño, ya irreparable, que los pederastas han hecho a la Iglesia y a la sociedad. Afortunadamente, en la cabeza de la Iglesia hay ya personas que han acabado con las vacilaciones, las contemplaciones, las  complicidades, los falsos respetos, las cobardías… A eso hemos de sumar, cosa casi inevitable, y consecuencia obligada de lo anterior, la inmensa injusticia de generalizar el abominable vicio en la comunidad eclesial y de endilgar a todos sus miembros los crímenes de unos pocos, aunque sean demasiados. Por mucho tiempo, mucha buena gente asociará pederastia con curas y frailes, con Iglesia,  en definitiva, acostumbrada como está a tener de ella una única, injusta y falsa información, que casi siempre tiene que ver con excesos, abusos y cosas así. Desgraciadamente los medios informativos pocas veces le traen noticias sobre acciones, proyectos, movimientos, realizaciones admirables y aun heroicos que se llevan a cabo en su seno. Repartidos por los parajes más agrestes u hostiles del mapa -escribe un escritor católico español-, una legión de hombres y mujeres de apariencia humanisima y de espíritu sobrehumano contemplan cada día el rostro de Dios en los rostros acribillados de moscas de los moribuenos, en los rostros tumefactos de los enfermos, en los rostros llagados de los hambrientos, en los rostros casi transparentes de quienes viven sin fe ni esperanza. (…) Un día descubrieron que Dios no era invisible, que su rostro se copia y multiplica en el rostro de sus criaturas dolientes, y decidieron sacriifcar su vida en la salvación de otras vidas, ofrendando su vocación en los altares de la humanidad desahuciada.  Y no sólo en India o Sudán, en Nueva Guinea o en el Zaire, sino muy cerca de nosotros, entre nosotros mismos.