El escándalo de San Sebastián

 

         Leí en la  prensa nacionalista vasca la noticia de la sentencia del tribunal eclesiastico, con participación del mismo Vaticano, que condenaba a un ex párroco y ex vicario general de la díócesis de San Sebastian por pederastia. Leí en la misma prensa la condena por el obispo local del mismo crimen, el domingo pasado, durante la misa de doce en el Buen Pastor, que subrayó las medidas adoptadas por la Iglesia, entre las que está la remisión a la justicia ordinaria de los informes respectivos, incluida una última denuncia contra el mismo  ex vicario, que aún no ha sido juzgada. Es de advertir que los hechos condenados ocurrieron en los años 2001 y 2005, y el tercer presunto delito en el año 1994, durante el obispado de Mons. Sertién. También merece la pena resaltar que dicho ex vicario fue  nombrado a propuesta y votación del clero gupuzcoano, y no por iniciativa del actual obispo donostiarra.  Tampoco parece que ni todo el clero ni todo el pueblo están de acuerdo con tales condenas, visto lo que dicen los diarios antedichos sobre la protesta del actual párroco de San Vicente y vicario general a la vez, el pasado domingo, a favor de la presunción de inocencia (sic) y contra el linchamiento del susodicho ex vicario. Dicho lo cual, entiendo bien la vehemente condena de José Ramón Blázquez en el diario peneuvista Deia de ayerLo que se esconde bajo la sotana-, vehemencia que no es mayor que la de Benedicto XVI y del actual papa Francisco contra tamaño delito. Ni me extraña tampoco que lamente con pasión la perenne ingenuidad de la sociedad vasca  y su  miedo reverencial ante los miles de hombres  y mujeres que siendo menores fueron violentados por sacerdotes. Él sabrá lo que dice, por fuerte que suene y, en su caso, tendrá que probarlo. Más discutible es que arremeta contra el  indignado y justicierto obispo Munilla y su propia personalidad, al llamarle mentiroso, doble y permisivo cuando informó que el depredador sexual se tomaba un año sabático y no impedir que siguiera un segundo más como cura después de conocerse la sentencia condenatoria, además de hurtar el caso a la justicia ordinaria, fundándose, supuestamente, en un artículo de la ley de enjuiciamiento criminal de 1882, que favorece a los clérigos delincuentes. En cuanto a los años trascurridos, ¿qué tiene que ver el obispo Munilla con ello? En todo caso, será responsabilidad de muchos otros. Lo que sí parece una demasía y un exceso, juzgando por lo bajo, es que el autor, que ya ha mencionado  antes con retintín  la marginalidad del catolicismo real en Euskadi, nos diga casi ya al final de su filípica que el peso específico de la Iglesia en nuestras vidas ha sido demoledor, con su prédica de la resignación y su perverso sentido del perdón universal (¿Será eso lo que predicaba la Iglesia vasca en tiempo de ETA?). Acusa además a la Iglesia guipuzcoana de usar en esta ocasión el argumento del victimismo, de considerarse perseguida (No entendí yo eso en la contundente homilía dominical del obispo Munilla), ahora…,  cuando una gran parte de la sociedad se ha liberado del yugo de la fe y la tutela eclesiástica.- ¿El yugo de la fe? Jesús de Nazaret dijo, tal vez con humor, que su yugo era suave y su carga ligera.